miércoles, 15 de septiembre de 2021

EL DRAGÓN DOMESTICADO (CUENTO)


Había una vez un castillo muy viejo, muy viejo… tan viejo que sus torres y sus murallas, y sus poternas y sus arcos, no eran ya más que ruinas, y de su antiguo esplendor sólo quedaban dos habitaciones, y allí era donde Juan el herrero había instalado su fragua. Era demasiado pobre para vivir en una casa normal y no tenía que pagar alquiler por vivir en aquellas ruinas, porque todos los señores del castillo se habían muerto hacía muchísimo tiempo.

Así es que Juan se pasaba el tiempo soplando con su fuelle, y golpeando con su martillo, y haciendo todo el trabajo que se le presentaba. Que no era mucho, porque la mayoría de los encargos iban a parar al alcalde, que también era herrero y que tenía una forja montada a lo grande, en la plaza mayor del pueblo, con doce aprendices martilleando durante todo el día, y doce maestros para enseñar a los aprendices, y fuelles eléctricos, y un martillo automático, y toda clase de adelantos.

Pero, naturalmente, cuando la gente del pueblo tenía que herrar a un caballo, o arreglar un remache, iba a la herrería del alcalde. Y Juan el herrero se las iba arreglando lo mejor que podía con los encargos que le hacían los que iban de paso, que no sabían que la herrería del alcalde era mucho mejor.

Las dos habitaciones en que vivía Juan eran abrigadas y no se calaban cuando llovía, pero no eran muy grandes, y por eso el herrero cogió la costumbre de llevarse las herramientas, y el carbón, y los pocos materiales que tenía, a los sótanos del castillo, que estaban francamente bien.

Eran unos sótanos muy amplios, con el techo abovedado, y tenían en las paredes unas argollas de hierro, seguramente para sujetar a los prisioneros, y en una esquina había unos escalones que llevaban Dios sabe dónde: ni los señores que habitaban el castillo en sus buenos tiempos habían sabido nunca a dónde conducían aquellos escalones. De vez en cuando mandaban a patadas a un prisionero allá abajo, sin pensarlo más, y éste, naturalmente, nunca regresaba para contarlo.

El herrero no se había atrevido nunca a pasar del séptimo escalón, ni yo tampoco, así es que ninguno de los dos podemos deciros lo que había al final de la escalera.

Juan el herrero estaba casado y tenía un niño pequeño. Cuando su mujer terminaba de arreglar la casa, cogía al niño en brazos y se ponía a llorar recordando los días felices en que vivía con su padre, que tenía una granja con diecisiete vacas. Juan, que era entonces su novio, venía a verla por las tardes con su mejor traje y una flor en el ojal. Y ahora, a Juan el pelo se le estaba volviendo gris y casi no tenían qué comer.

Y luego aquel niño, que se pasaba el día llorando. Por la noche, cuando su madre se disponía, por fin, a dormir, empezaba a llorar otra vez, con lo que la pobre mujer no podía descansar nunca del todo, porque el niño podía recuperar el sueño durante el día, pero ella no. Por eso, cuando no tenía nada que hacer, se sentaba en una silla y se ponía a llorar, de cansada y preocupada que estaba.

Una noche, el herrero estaba muy atareado preparando unas herraduras para la cabra de una señora muy rica, que quería probar si a su cabra le gustaría andar con herraduras, y quería saber a cómo le iban a salir las cuatro piezas. Aquél había sido el único encargo que había tenido Juan en toda la semana y, mientras él trabajaba, su mujer estaba meciendo al niño, que, cosa rara, no estaba llorando.

En aquel momento, por encima del soplar de los fuelles y del golpear del martillo, se dejó oír un ruido extraño: el herrero y su mujer se miraron.

—Yo no he oído nada —dijo él.

—Ni yo tampoco —dijo ella.

Pero el ruido era cada vez más fuerte, y los dos tenían tanto interés en no oírlo, que él empezó a dar con el martillo más fuerte que nunca, y ella se puso de pronto a cantarle al niño, cosa que hacía siglos que no hacía.

Pero a pesar de los soplidos y de los martillazos y de las canciones de cuna, el ruido se oía cada vez más. Era como el ronroneo de un gato gigantesco, y la razón por la que no querían oírlo era porque venía de la mazmorra que se suponía que había al final de los escalones: aquellos escalones que nadie había bajado nunca del todo.

—Ahí abajo no puede haber nada —dijo el herrero, secándose el sudor—. Y además, dentro de poco tendré que ir a por más carbón.

—No, claro que no hay nada. ¿Qué podría haber? —dijo su mujer. Y pusieron tanto interés en convencerse de ello que les faltó poco para conseguirlo.

El herrero, con la pala en una mano y el martillo grande en la otra, se colgó la linterna de un dedo y bajó a por carbón.

—Me llevo el martillo, no porque crea que hay nada ahí abajo —explicó—, sino para partir los pedazos grandes de carbón.

—Naturalmente —dijo su mujer, que había llevado carbón esa misma tarde y sabía que sólo había carbones pequeños.

Y el herrero bajó los escalones del sótano, y al llegar abajo se paró y levantó la lámpara para asegurarse de que estaba vacío como de costumbre. Y una de las mitades sí que estaba vacía como de costumbre, aparte de los hierros y de los trozos de carbón, pero la otra mitad estaba ocupada con algo que, así a primera vista, se parecía muchísimo a un dragón.

«Habrá venido por esos horribles escalones, sabe Dios de dónde», se dijo el herrero, temblando como una hoja, y trató de dar media vuelta y subir otra vez.

Pero el dragón fue más rápido que él. Adelantó una de sus zarpas y sujetó al herrero por una pierna: al moverse sonaba como un llavero lleno de llaves.

—De irse, nada —dijo.

—Ay, pobre de mí —dijo el pobre Juan, temblando cada vez más—. Qué final más triste para un herrero respetable.

Al dragón pareció sorprenderle esta observación.

—¿Le importaría repetir eso? —dijo cortésmente.

—Qué-final-más-triste-para-un-herrero-respetable.

—Tiene gracia —dijo el dragón—. Precisamente es usted la persona que estoy necesitando.

—Por eso dijo usted que de irse nada, ¿no? —dijo Juan, castañeteándole los dientes.

—No me interprete usted mal —dijo el dragón—. Es solamente que quisiera que hiciese usted algo por mí. A una de mis alas se le han caído los remaches, justo encima de las bisagras. ¿Podría usted colocármelos?

—Sí, creo que sí podría, sí, señor —dijo Juan, muy fino, porque con los posibles clientes hay que ser siempre cortés, aunque sean dragones.

—Un maestro forjador (porque usted es maestro, ¿verdad?) no necesita más de un minuto para ver lo que hace falta —dijo el dragón—. Venga por este lado y eche un vistazo a las placas, ¿quiere?

Juan, tímidamente, en cuanto el dragón le soltó la pierna, dio la vuelta y vio que, efectivamente, una de las alas del dragón estaba casi colgando y que cerca de la bisagra necesitaba varios remaches nuevos.

El dragón estaba cubierto enteramente de una especie de armadura de hierro que, seguramente debido a la humedad de la mazmorra, había cogido un tono rojizo, y por debajo le asomaba como un forro de piel. Como Juan era un profesional concienzudo se puso a su tarea.

—Creo que podrá quedar bien con uno o dos remaches, señor —dijo—, aunque, en realidad, le harían falta varios más.

—Bueno, pues manos a la obra —dijo el dragón—. En cuanto tenga el ala arreglada me voy a comer a toda la ciudad, y si usted hace bien su trabajo, le dejaré para el final. Así que ¡ale!, ¡ale!

—Pero es que yo no quiero que me deje usted para el final —protestó Juan.

—¿No? Bueno, pues me lo comeré al principio.

—Eso tampoco, caramba.

—Parece usted tonto, hombre: no sabe lo que quiere. Vamos, póngase a trabajar.

—La verdad es que este trabajo no me hace demasiada gracia —dijo Juan—. Usted no puede hacerse idea de la facilidad con que ocurren los accidentes. Todo parece tan sencillo, uno se confía en lo de «Póngame usted un remache, que me lo comeré al final», y luego, zas, se le escurre a uno una mano sin querer, se le escapa un martillacito de nada, y todo son chispazos y fogaradas, y cuando la cosa no tiene remedio, vienen las disculpas.

—Pero yo le he dado mi palabra de dragón.

—No, si yo sé que usted no lo haría a propósito —dijo Juan—, pero cuando a uno le pinchan, pongo por caso, no puede evitar un respingo, y un respingo suyo es capaz de acabar conmigo. ¿No le importaría que le amarrara, para evitar males mayores?

—Sería de lo más humillante —objetó el dragón.

—Oiga, que no hay animal más noble que el caballo, y a los caballos se los ata para herrarlos.

—Está bien, está bien —dijo el dragón—, pero ¿quién me garantiza a mí que me soltará después? Déjeme algo en prenda. ¿Hay algo a lo que usted tenga mucho aprecio?

—Mi martillo —dijo Juan—. Un herrero no es nada sin su martillo.

—Pero el martillo lo necesita usted para los remaches. Piense en otra cosa, y deprisita, que si no, me lo como.

En aquel momento, en la habitación de arriba, el niño empezó a llorar: como su madre no hacía ruido, creyó que era de noche y había llegado su hora.

—¿Qué es eso? —dijo el dragón, dando un respingo que hizo sonar todas sus piezas.

—Es el niño —dijo Juan.

—¿Y eso qué es? —dijo el dragón—. ¿Es algo que usted aprecia mucho?

—Bastante, sí, señor —dijo el herrero.

—Pues entonces, tráigalo —dijo el dragón— y me quedaré con él mientras usted me coloca los remaches, y así podrá usted atarme.

—Bien —dijo Juan—. Pero antes déjeme que le diga una cosa. Los niños pequeños son venenosos para los dragones, conque ya lo sabe. Puede tocarlo, pero no se le ocurra llevárselo a la boca. No me gustaría que le pasara nada a un dragón tan agradable como usted.

El dragón ronroneó de gusto ante el cumplido y dijo:

—Bien, lo tendré en cuenta. Y ahora vaya y tráigame eso que ha dicho antes.

Juan subió los escalones lo más deprisa que pudo porque sabía que si el dragón se impacientaba antes de estar atado podía echar abajo, de un zarpazo, el techo del sótano y todos morirían entre los escombros. Su mujer se había dormido, a pesar de los berridos del niño, así que Juan lo cogió y lo depositó suavemente entre las patas delanteras del dragón.

—No tiene usted más que ronronear un poquito, y enseguida dejará de llorar.

Efectivamente, el dragón se puso a ronronear y al niño le gustó tanto que se calló enseguida.

Mientras tanto, Juan se puso a rebuscar entre el montón de chatarra y encontró algunas cadenas y unas argollas. Eran muy antiguas, de los tiempos en que los hombres trabajaban cantando y ponían el corazón en el trabajo: por eso las cosas que hacían eran lo bastante resistentes como para aguantar miles de años, conque no digamos para aguantar a un dragón.

Juan sujetó al dragón por el cuello con la argolla y las cadenas, y cuando lo consideró suficientemente seguro se puso a trabajar. Para empezar, hizo un cálculo de los remaches que iba a necesitar.

—Seis, ocho, diez… veinte, cuarenta —dijo—. No tengo ni la mitad de los remaches que necesito. Si usted me permite, señor, me voy a llegar al pueblo a traer unos pocos más. No tardo nada.

Y allá que se fue, dejando al niño entre las zarpas delanteras del dragón, gorjeando de puro gusto con los ronroneos.

Juan corrió como alma que lleva el diablo hasta llegar al pueblo, y se fue a buscar al alcalde y a los concejales.

—Tengo un dragón en el sótano de mi casa —les dijo—. Y lo tengo encadenado. Vengan y ayúdenme a quitarle a mi hijo.

Y les contó lo que había pasado. Pero resultó que tanto el alcalde como los concejales tenían aquella misma tarde unos compromisos ineludibles. Sin embargo, no escatimaron elogios a la agudeza de Juan, y, por unanimidad, decidieron que el asunto no podía estar en mejores manos.

—Pero ¿y mi hijo? —dijo Juan.

—Oh, eso —dijo el alcalde—. Bueno, si algo llegase a ocurrir, siempre podría usted pensar que pereció por una buena causa.

Juan, entonces, se volvió a su casa y una vez allí le contó a su mujer lo del dragón.

—¿Le has dado nuestro hijo al dragón, padre desnaturalizado? —exclamó ella.

—¡Ssss!, no grites —dijo él. Y le contó el resto de la historia—. Y ahora voy a bajar a ver qué pasa. Después bajas tú y, si no pierdes la cabeza, al niño no le pasará nada.

Juan bajó y se encontró al dragón ronroneando sin parar para que el niño no llorase.

—Dese prisa, ¿quiere? No puedo pasarme así toda la noche.

—Lo siento mucho —dijo el herrero—, pero las tiendas estaban cerradas. Tendré que esperar a mañana, cuando abran. Y no olvide que ha prometido cuidar del niño, que, ya que lo menciona, estoy de acuerdo en que es un poco incómodo. Buenas noches, señor.

Al dragón ya le dolía la garganta de tanto ronronear, pero en cuanto se paraba para recuperar fuerzas, el niño rompía a llorar otra vez. Y así todo el tiempo.

«Esto es espantoso», pensó el dragón. Y trató de acariciar al niño con una de sus zarpas, pero sólo consiguió que llorase más fuerte. «Estoy hecho polvo. Daría cualquier cosa por poder descansar aunque fuera un ratito».

Pero el niño continuaba llorando.

«No sé si voy a poder soportarlo. Está destrozándome los nervios», y trató de calmarle como si se tratase de un cachorro de dragón. Pero cuando empezó a cantar «Duerme, dragoncito, duerme», el niño se puso a llorar más fuerte todavía.

«Nada, que no hay forma de hacerle callar», pensó, desesperado.

Y, de repente, vio a una mujer sentada en los escalones.

—Oiga, ¿entiende usted de niños? —le preguntó.

—Algo entiendo, sí, señor —dijo la madre.

—Entonces hágame el favor de llevarse a éste, a ver si yo consigo dormir un poco —dijo el dragón, bostezando—. Y me lo trae otra vez por la mañana, antes de que venga el herrero.

La mujer cogió al niño y salió corriendo escaleras arriba. Le contó a su marido lo que había pasado y los dos se fueron a la cama, encantados de haber salvado al niño y de tener al dragón encadenado en la mazmorra.

Al día siguiente, Juan bajó al sótano y le explicó al dragón cómo estaban las cosas. Puso una gran reja de hierro en el sitio donde terminaban los escalones, y el dragón estuvo aullando furioso, durante varios días, hasta que se dio cuenta de que no le servía de nada y cedió.

Entonces fue Juan a ver al alcalde y le dijo:

—Tengo al dragón encadenado en mi casa. He salvado a la ciudad.

—¡Oh, qué acto tan noble! —dijo el alcalde—. Vamos a abrir una suscripción pública para usted, y le coronaremos con laurel delante de todo el pueblo.

El alcalde encabezó la suscripción con cinco libras y cada uno de los concejales puso tres; otras personas pusieron guineas y medias guineas, y coronas y medias coronas, y mientras se completaba la lista, el alcalde encargó al poeta local tres poemas para celebrar la ocasión, poemas que él pagaría de su bolsillo. Los poemas fueron muy celebrados, especialmente por el alcalde y los concejales.

El primer poema alababa la noble acción del alcalde al conseguir que el dragón fuese encadenado. El segundo trataba de la gran ayuda prestada por los concejales en el asunto. Y el tercero expresaba el orgullo y la alegría del poeta por haberle sido permitido cantar tales hazañas, al lado de las cuales las de San Jorge aparecían como aventurillas sin importancia para cualquiera que tuviera un corazón sensible o una mente equilibrada.

Cuando la lista de suscripción se cerró, habían conseguido reunir mil libras, y entonces se formó un comité encargado de decidir en qué debían emplearse. Un tercio se dedicó a pagar el banquete para el alcalde y la Corporación Municipal; con el otro tercio se compró un collar de oro, con un dragón colgando, para el alcalde, y medallas con dragones para cada uno de los concejales. Y el tercio que quedaba se empleó en sufragar los gastos del comité.

De modo que para el herrero no quedó más que la corona de laurel y el convencimiento de que había sido él, y nadie más, quien había salvado a la ciudad.

Pero después de todo aquello, al herrero empezaron a irle mejor las cosas. Por el momento, el niño dejó de llorar por las noches. Por otro lado, la dueña de la cabra se emocionó tanto al enterarse de la noble acción de Juan, que le encargó un juego completo de herraduras a dos chelines con cuatro peniques, y después subió a dos chelines y seis peniques, como reconocimiento a su espíritu cívico.

No tardaron en llegar turistas de todas partes, y por dos peniques podían bajar los escalones y mirar por entre los barrotes de la reja al oxidado dragón de la mazmorra. Por tres peniques podían encender una bengala para verlo mejor, y como la bengala duraba poquísimo, la cosa resultaba rentable. La mujer del herrero había organizado un servicio de tés a nueve peniques por persona, y con todo esto parecía que la situación económica iba mejorando.

El niño, que se llamaba Juan, como su padre, pero a quien todos llamaban Juanito, empezó a crecer y se hizo muy amigo de Tina, la hija del hojalatero, que vivía casi enfrente. Era una niña muy mona, con ojos azules y trenzas rubias, que nunca se cansaba de oírle contar a Juanito cómo, de pequeño, le había mecido un dragón.

Los dos niños solían ir a mirar al dragón por entre los barrotes y algunas veces le oían maullar lastimeramente. En ocasiones, para verle mejor, encendían una bengala de las de tres peniques. Y seguían creciendo en edad y en sabiduría.

Pero un día, de pronto, el alcalde y los concejales, que habían salido, con sus capas de terciopelo, a cazar conejos, volvieron asustadísimos diciendo que habían visto a un gigante cojo, casi tan alto como la torre de la iglesia, acercándose a la ciudad.

—¡Estamos perdidos! —exclamó el alcalde—. Ofrezco mil libras al que libere a la ciudad del gigante. Tiene unos dientes así de grandes, y acabará con todos nosotros.

Nadie sabía qué hacer. Pero Juanito y Tina, que estaban escuchándole, se miraron y, sin decir palabra, echaron a correr hacia casa.

Pasaron por la herrería, bajaron los escalones y llamaron a la verja de hierro.

—¿Quién es? —dijo el dragón.

—Somos nosotros —dijeron los niños.

El dragón estaba tan harto de estar solo durante tantos años, que se alegró de tener visita.

—Pasad, pasad.

—No nos hará usted daño, ni nos escupirá usted fuego, ni nada por el estilo, ¿verdad? —preguntó Tina.

—Por supuesto que no —dijo el dragón.

Entonces los niños entraron y se pusieron a hablar con él, y le contaron las cosas que pasaban fuera, y qué tal tiempo hacía, y comentaron las noticias de los periódicos, y Juanito dijo:

—Hemos oído que hay un gigante cojo en la ciudad, que dice que viene a por usted.

—¿Eso dice? —dijo el dragón, enseñando los dientes—. Ay, si yo pudiera salir de aquí…

—Si le soltamos, usted podría escaparse antes de que el gigante le cogiera.

—Bueno, a lo mejor no me escapaba —dijo el dragón.

—¿De verdad? ¿Lucharía usted con él? —dijo Tina.

—En realidad, yo soy un dragón de lo más pacífico… mientras no me provoquen. Soltadme y lo veréis.

Los niños soltaron las cadenas, y el dragón, echando abajo una de las paredes del sótano, salió rápidamente, deteniéndose un momento en la herrería para que el herrero le pusiera el remache que le faltaba.

A las puertas de la ciudad se encontró con el gigante cojo, que le atacó con una estaca del tamaño de la chimenea de una fábrica, pero el dragón repelió la agresión embistiendo como una locomotora furiosa, con fuego y humo a mansalva. Era un espectáculo verdaderamente impresionante. Los del pueblo, que lo contemplaban fascinados, a prudente distancia, se caían al suelo del susto después de cada estacazo y de cada embestida, pero enseguida se recuperaban, se levantaban y seguían mirando.

Al final ganó el dragón y el gigante escapó desolado a través de los pantanos. El dragón, que acabó cansadísimo, se marchó a casa a descansar, no sin anunciar que pensaba comerse la ciudad entera por la mañana.

Se volvió a su mazmorra de siempre, porque la verdad era que en la ciudad se sentía como un extraño y no tenía adonde ir. Entonces Tina y Juanito fueron a ver al alcalde y a los concejales y les dijeron:

—El gigante está fuera de la circulación. Venimos a por las mil libras de recompensa.

Pero el alcalde dijo:

—Ah, no, de ninguna manera, muchachos. No habéis sido vosotros los que habéis vencido al gigante, sino el dragón, y cuando venga a reclamar el premio se lo daremos a él. ¿O es que lo habéis encadenado otra vez?

—No, no lo hemos encadenado todavía —dijo Juanito—. ¿Quiere que le digamos que venga a por la recompensa?

Pero el alcalde le dijo que no se molestase, y ofreció una recompensa de mil libras a quien consiguiera encadenar otra vez al dragón.

—No me fío de usted —dijo Juanito—. Acuérdese de lo que hizo con mi padre cuando encadenó al dragón por primera vez.

Y los del pueblo, que estaban en la puerta escuchando, interrumpieron para decir que si esta vez conseguían encadenar al dragón, harían dimitir al alcalde y pondrían a Juanito en su lugar, porque ya hacía tiempo que estaban descontentos y querían un cambio.

—Hecho —dijo Juanito.

Y Tina y él se cogieron de la mano y se fueron corriendo a decirles a todos sus amigos:

—¿Queréis ayudarnos a salvar la ciudad?

Y todos los niños contestaron, encantados:

—¡Claro que queremos! ¡Qué divertido!

—Bueno, pues entonces —dijo Tina— tenéis que traer vuestros tazones de leche migada del desayuno a la herrería mañana por la mañana.

—Y si llego alguna vez a ser alcalde —dijo Juanito—, organizaré un banquete y os invitaré a todos y no habrá más que dulces del principio al final.

Los niños estuvieron todos de acuerdo y, a la mañana siguiente, Tina y Juanito cogieron el barreño grande de lavar y lo bajaron por la escalera.

—¿Qué ruido es ése? —preguntó el dragón.

—Es la respiración de otro gigante —dijo Tina—. Pero ya se ha ido.

Luego, conforme los niños iban trayendo sus tazones de pan y leche, Tina los iba echando en el barreño y, cuando lo llenó, llamó a la verja de hierro.

—¿Podemos pasar?

—Sí, desde luego —dijo el dragón—. Esto está de lo más aburrido.

Tina y Juanito entraron y, con la ayuda de los niños, pusieron el barreño lleno delante del dragón. Cuando los niños se fueron, Tina y Juanito se sentaron en un escalón y se echaron a llorar.

—¿Se puede saber qué os pasa? —preguntó el dragón—. Y ¿qué es lo que hay en este barreño?

—Pan y leche —dijo Juanito—. Nuestro desayuno.

—Bueno —dijo el dragón—. Yo no tengo nada que ver con vuestro desayuno, porque en cuanto descanse un poco más, me voy a desayunar a la ciudad entera.

—Querido señor dragón —dijo Tina—, no quisiéramos que nos comiese. ¿Le gustaría a usted que se lo comieran?

—En absoluto —admitió el dragón—, pero a mí no hay quien me coma.

—No sé qué decirle… —dijo Juanito—. Hay un gigante por ahí…

—Ya lo sé. He luchado contra él y lo he vencido.

—Sí, pero es que ahora ha venido otro. El que luchó con usted es sólo el hermano pequeño. Éste es el doble de grande.

—Es siete veces más grande —dijo Tina.

—No, nueve veces —dijo Juanito—. Es más alto que la torre de la iglesia.

—Ay, Dios santo —dijo el dragón—. Esto no me lo esperaba yo.

—Y el alcalde le ha dicho dónde estaba usted —continuó Tina— y va a venir en cuanto acabe de afilar su cuchillo. El alcalde le dijo que usted era un dragón salvaje, pero a él no le importó. Dijo que él sólo comía dragones salvajes… con salsa de pan.

—Qué fastidio —dijo el dragón—. Y me imagino que esa pasta blanca del barreño es la salsa de pan, ¿no?

Los niños le dijeron que sí.

—Claro —añadieron—, porque los dragones salvajes se sirven siempre con salsa de pan, mientras que para los dragones domesticados se usa la salsa de manzana con cebolla. Qué lástima que no sea usted un dragón domesticado, porque ha dicho que los dragones domesticados no le interesan. Adiós, pobre dragón, nunca le volveremos a ver, y ahora va usted a saber qué significa que se lo coman a uno.

Y se pusieron a llorar otra vez.

—Bueno, bueno, vamos a ver —dijo el dragón—. ¿Por qué no hacéis como si yo fuera un dragón domesticado? Decidle al gigante que no soy más que un dragón tímido y mansurrón y que me tenéis de mascota.

—No nos creería —dijo Juanito—, porque si usted fuera un dragón domesticado le tendríamos sujeto. Nadie se arriesga a perder una mascota tan bonita como usted.

Entonces el dragón les suplicó que lo sujetaran, cosa que los niños hicieron enseguida, colocándole el collar y las cadenas, aquellas cadenas forjadas hacía tantísimos años, cuando los hombres trabajaban cantando, y por eso no había fuerza humana que las rompiese.

Una vez sujeto el dragón, se fueron y le dijeron a la gente lo que habían hecho. A Juanito le nombraron alcalde, y dio una fiesta espléndida, tal como había prometido, con dulces desde el principio hasta el final. Empezó con yemas de coco y bollitos de medio penique y siguió con naranjas confitadas, pastillas de café con leche, helado con coco, caramelos de menta, tartaletas de fresa y merengues, para terminar con lenguas de gato y sorbetes de limón.

Todo esto era estupendo para Juanito y Tina, y para los niños del pueblo, pero si vosotros tenéis buen corazón no podréis evitar sentir lástima del pobre dragón burlado, encadenado en la oscura mazmorra, sin más ocupación que pensar en las complicadas historias que le había contado Juanito.

Cuando se dio cuenta de cómo le habían tomado el pelo, el pobre dragón se echó a llorar y por sus oxidadas mejillas empezaron a resbalar unas lágrimas grandes como melones. Al poco rato notó que le daban mareos, cosa que le pasa a veces a la gente cuando llora, especialmente si lleva diez años sin comer nada. Se secó los ojos y miró a su alrededor: entonces vio el barreño lleno de pan con leche.

«Si a los gigantes les gusta esta salsa, a lo mejor me gusta a mí también», pensó.

Probó un poquito con la punta de la lengua y le gustó tanto que se lo comió todo.

A la siguiente visita de los turistas, cuando Juanito encendió la bengala, el dragón dijo tímidamente:

—Perdona que te importune, pero ¿podrías traerme un poco de pan con leche como el del otro día?

Y Juanito organizó que todas las mañanas se hiciera una recogida del pan y la leche de los desayunos de los niños del pueblo, para alimentar al dragón. A cambio, el Ayuntamiento se encargaba de que los niños desayunaran bizcochos y pasteles, con lo que estaban encantados de cederle al dragón sus tazones de migote.

Cuando Juanito llevaba ya unos diez años de alcalde, se casó con Tina, y en la mañana de la boda fueron a visitar al dragón. El dragón se había vuelto completamente manso, las placas metálicas se le habían caído y habían dejado al descubierto una pelusa muy agradable de acariciar, así es que la acariciaron.

Y el dragón les dijo:

—No comprendo cómo he podido alguna vez comer algo que no fuera pan con leche. Ahora sí que soy un dragón domesticado, ¿verdad?

Y como ellos le dijeron que sí, que lo era, se apresuró a sugerir:

—Entonces, si ya estoy domesticado del todo, ¿por qué no me soltáis?

Algunas personas no se hubieran atrevido a soltarle, pero Juanito y Tina se sentían tan felices en el día de su boda que no podían esperar nada malo de nadie. Así es que le soltaron las cadenas, y el dragón dijo:

—Perdonad un momento, que voy a buscar dos o tres cosillas.

Y bajó por los misteriosos escalones y se sumergió en la oscuridad, y conforme se iba moviendo, se le iban cayendo las pocas placas metálicas que le quedaban. Al cabo de unos minutos volvió llevando algo en la boca. ¡Y resultó que era una bolsa llena de monedas de oro!

—A mí no me sirve para nada —dijo—, pero quizás a vosotros os pueda ser de utilidad.

Y ellos le dieron las gracias efusivamente.

—Tengo más allá abajo —dijo. Y trajo otra, y otra, y otra más. Hasta que le dijeron que ya estaba bien.

Y Juanito y Tina se encontraron de pronto con que eran ricos. Y también lo eran sus padres. Y la gente del pueblo, donde pronto no quedó ni un solo pobre de pedir.

Lo malo de esto es que se habían hecho ricos sin trabajar, lo cual no está nada bien, pero el dragón no lo sabía, ya que no había ido nunca a la escuela.

Y al salir de la mazmorra siguiendo a Juanito y a Tina, como el día de su boda era un día precioso de sol, el dragón guiñó los ojos como hacen los gatos cuando hay demasiada luz y se le cayó la última placa que le quedaba. También se le cayeron las alas, y tenía todo el aspecto de un gato, sólo que de un gato grandísimo. Y se volvió más peludo cada día, y de dragón no le quedaron más que las uñas, que, al fin y al cabo, también las tienen los gatos.

Espero que ahora comprenderéis lo importante que es que alimentéis a vuestro gato con pan y leche. Si le dejáis que coma solamente ratones y pájaros se hará grande, y se volverá feroz, y le saldrán escamas metálicas y cola puntiaguda y luego alas, y se volverá a convertir en dragón.

Y volverá a ser una lata.



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