Daenerys y el Drag贸n Azul
Juego de Tronos. Daenerys Targaryen, llamada Daenerys de la Tormenta, La que no Arde, Rompedora de Cadenas y Madre de Dragones.
Dragona Saphira
Pel铆cula Eragon.
mi茅rcoles, 9 de septiembre de 2020
THAKANE, LA PRINCESA ASESINA DE DRAGONES
LAS PRIMERAS MENCIONES Y REPRESENTACIONES DEL UNICORNIO
MITOS DE DRAGONES
martes, 8 de septiembre de 2020
QI LIN, LOS UNICORNIOS CHINOS
EL DRAG脫N Y LA MANTICORA (CUENTO)
Cuando
la noticia lleg贸, 茅l estaba construyendo un palacio y le falt贸 tiempo para
apartar los ladrillos de dos patadas, as铆 que dej贸 que la nodriza recogiera el
resto. Porque la noticia era algo verdaderamente importante.
Al principio no fue m谩s que el
timbre de la puerta y voces en el vest铆bulo, y Leonardo pens贸 que era el hombre
del gas que ven铆a a ver por qu茅 no funcionaba. (Y no funcionaba desde el d铆a en
que Leonardo se hizo un columpio atando la cuerda de saltar a la tuber铆a).
Pero, de repente, la nodriza entr贸 y dijo:
—Se帽orito Leonardo, han venido
a buscarte para hacerte rey.
Y, r谩pidamente, le quit贸 la
ropa de casa, le lav贸 la cara y las manos, le pein贸 y, mientras se sent铆a
zarandeado de un lado para otro, el pobre no paraba de decir:
—Ya est谩 bien, nodriza. Si ya
tengo las orejas bastante limpias. D茅jame el pelo, que ya est谩 bien. ¡D茅jame
ya!
—Estate quieto. Cualquiera
dir铆a que te van a hacer anguila en vez de rey —dijo la nodriza.
En cuanto la nodriza se
distrajo un segundo, Leonardo se escabull贸 sin esperar siquiera a que le diera
un pa帽uelo limpio, y en el cuarto de estar se encontr贸 con dos caballeros muy
serios que llevaban puestas unas capas rojas con vueltas de piel y unas coronas
de oro con terciopelo rojo por arriba, que le recordaban a uno esas tartas tan
caras cubiertas de crema.
Al aparecer Leonardo le
saludaron con una reverencia, y el m谩s serio de los dos le dijo:
—Se帽or, vuestro
ta-ta-ta-ta-tarabuelo, el rey de este pa铆s, ha muerto, y vos ten茅is que ser
ahora el rey.
—Pues muy bien —dijo Leonardo—.
¿Cu谩ndo empezamos?
—Ser茅is coronado esta tarde
—dijo el caballero que era un poco menos serio que el otro.
—¿Quer茅is que vaya con la
nodriza, o me vais a venir a buscar? ¿Y tengo que ponerme el traje de
terciopelo con encaje? —pregunt贸 Leonardo, que era muy sociable y recib铆a
muchas invitaciones a fiestas.
—M谩s tarde llevar谩n a la
nodriza a palacio. No, no hace falta que os cambi茅is de traje, porque el manto
real lo cubrir谩 por completo.
Los dos caballeros tan serios
le llevaron a una carroza tirada por dos caballos blancos, que estaba parada
delante de la casa donde viv铆a Leonardo, el n煤mero siete, a la izquierda de la
calle, seg煤n se sube. En el 煤ltimo momento, Leonardo ech贸 a correr escaleras
arriba, le dio un beso a la nodriza y le dijo:
—Gracias por lavarme. Perdona
que no te dejara lavarme la otra oreja. No, ahora no da tiempo. Adi贸s, nodriza.
—Adi贸s, lucero m铆o —dijo la
nodriza—. Que seas un buen rey, y que no te olvides de pedir las cosas por
favor, y que les pases el pastel a las ni帽as, y que no te sirvas m谩s de dos
veces.
Y as铆 fue c贸mo Leonardo se
dirigi贸 a que le hicieran rey. En realidad, nunca se hab铆a hecho demasiadas
ilusiones de llegar a ser rey alg煤n d铆a; m谩s o menos como cualquiera de
vosotros, as铆 es que la situaci贸n era de lo m谩s inesperada. Mientras la carroza
atravesaba la ciudad tuvo que morderse la lengua varias veces para asegurarse
de que no estaba so帽ando.
Media hora antes estaba tan
tranquilo en el cuarto de jugar, haciendo construcciones de ladrillos. S贸lo
media hora antes… y ahora las calles estaban llenas de banderas, y en todas las
ventanas hab铆a gente agitando los pa帽uelos y tirando flores. A lo largo de las
calles hab铆a soldados vestidos de rojo y las campanas de las iglesias repicaban
como locas, como si fueran el acompa帽amiento de una canci贸n cuya letra, coreada
por los gritos de miles de personas, fuera:
—¡Viva el rey Leonardo! ¡Viva
nuestro rey!
Por un momento pens贸 que
hubiera debido ponerse el traje de fiesta, pero enseguida se le olvid贸 y no lo
pens贸 m谩s. Si en vez de ser ni帽o hubiera sido una ni帽a, no hubiera pensado en
otra cosa en todo el tiempo.
Por el camino, los dos
caballeros serios, que eran el Canciller y el Primer Ministro, le fueron
explicando las cosas que no comprend铆a.
—Y yo que cre铆a que 茅ramos una
Rep煤blica —dijo Leonardo—. Como hace tanto tiempo que no ten铆amos un rey…
—Se帽or, vuestro
ta-ta-ta-ta-tarabuelo muri贸 cuando mi padre era un ni帽o —dijo el Primer
Ministro— y desde entonces vuestros leales s煤bditos han estado ahorrando para
compraros una corona; ya sab茅is, tanto a la semana, seg煤n a las posibilidades
de cada uno, desde seis peniques para los que disfruten de una posici贸n
desahogada hasta medio penique para los econ贸micamente m谩s d茅biles. Seg煤n la
tradici贸n, la corona tiene que ser costeada por el pueblo.
—Pero mi ta-ta-ta, y yo qu茅 s茅
cu谩ntos m谩s, abuelo ten铆a ya una corona, ¿no?
—S铆, pero era una corona de
oro, y entonces 茅l la mand贸 platear porque le parec铆a demasiado ostentosa, y le
mand贸 quitar las piedras preciosas y las vendi贸 para comprar libros. Era un
hombre la mar de raro. No es que fuera mal rey, pero ten铆a una debilidad: le
encantaban los libros. Cuando mand贸 a platear la corona estaba ya muy enfermo…
y no vivi贸 para pagar la factura del plateador.
Al llegar aqu铆 el Ministro se
enjug贸 una l谩grima. En aquel momento la carroza se par贸, y Leonardo se baj贸
para que lo coronasen.
Eso de que lo coronen a uno es
mucho m谩s pesado de lo que la gente piensa, y cuando termin贸 todo, Leonardo
estaba cansad铆simo de haber tenido que estar aguantando el manto real y de
dejarse besar la mano por todos los que se la ten铆an que besar. Llevaba as铆 dos
horas y estaba hecho polvo, de modo que se puso content铆simo cuando pudo volver
al cuarto de jugar.
All铆 estaba la nodriza, que le
hab铆a preparado el t茅: pasteles de ajonjol铆 y tarta de ciruela, tostadas con
mantequilla y mermelada, y el juego de t茅 m谩s bonito del mundo, con flores rojas
y azules y borde de oro, y t茅 del bueno, y se pod铆a repetir de todo todas las
veces que uno quisiera.
Despu茅s del t茅 dijo Leonardo:
—Me gustar铆a leer un poco.
¿Quieres darme un libro, nodriza?
—Mira qu茅 rico —dijo la
nodriza—. ¿Es que desde que eres rey se te ha olvidado para qu茅 sirven las
piernas? Anda, guapo, lev谩ntate y tr谩ete los libros t煤 mismo.
Y Leonardo se levant贸 y se fue
a la biblioteca. All铆 estaban el Primer Ministro y el Canciller, que le
hicieron una profunda reverencia, y estaban a punto de preguntarle qu茅 es lo
que hab铆a ido a hacer all铆, cuando Leonardo exclam贸:
—¡Uy, cuant铆simos libros! ¿Son
suyos?
—Son vuestros, Majestad
—contest贸 el Canciller—. Eran propiedad del difunto rey, vuestro ta-ta-ta…
—S铆, ya s茅 —interrumpi贸
Leonardo—. Bueno, pues me los voy a leer todos. Me encanta leer. Estoy
content铆simo de haber aprendido a leer.
—Yo me atrever铆a a recomendar a
Vuestra Majestad —insinu贸 el Primer Ministro— que no se acercase a esos libros.
Su ta-ta-ta…
—S铆 —cort贸 Leonardo—, ¿qu茅
pasaba con 茅l?
—Era un rey muy bueno. Era
realmente un rey magn铆fico, a su manera, aunque resultaba un poquito… digamos
raro.
—¿Es que estaba loco? —pregunt贸
Leonardo.
—Oh, no, no, nada de eso —se
apresuraron a asegurar los dos caballeros—. De loco, nada. M谩s bien demasiado
inteligente, si Vuestra Majestad nos permite la expresi贸n. Por eso no queremos
que nuestro rey tenga nada que ver con sus libros.
Leonardo estaba hecho un l铆o.
—En realidad —continu贸 el
Canciller, que, de nervioso que estaba, se puso a hacerse tirabuzones con la
barba—. En realidad, a su ta-ta-ta…
—S铆, s铆, contin煤e, por favor.
—… le llamaban «El Mago».
—¿Y no lo era?
—Claro que no. Con lo buen rey
que era su ta-ta-ta…
—S铆, s铆.
—Pero yo no tocar铆a sus libros.
—Este nada m谩s —dijo Leonardo,
echando mano de un gran libro marr贸n que hab铆a sobre la mesa. Era de cuero con
dibujos dorados en la cubierta, y dos grandes cierres de oro con turquesas y
rub铆es, y esquineras de oro para que el cuero no se desgastase.
—脡ste lo tengo que ver —dijo
Leonardo muy decidido. Y es que hab铆a visto en la tapa, en grandes letras
doradas, un letrero que dec铆a: El libro de los animales.
El Canciller le dijo:
—Majestad, no lo hag谩is.
Pero Leonardo hab铆a soltado ya
los cierres, y abri贸 el libro por la primera p谩gina. Apareci贸 all铆 una preciosa
mariposa roja, amarilla y azul, tan bien pintada que parec铆a que estaba viva
enteramente.
—¡Qu茅 preciosidad! —exclam贸
Leonardo—. ¿Por qu茅…?
Pero, mientras hablaba, la
bell铆sima mariposa agit贸 sus alas de colores en la p谩gina amarillenta del
libro, se ech贸 a volar y sali贸 por la ventana.
—¡Bueno! —exclam贸 el Primer
Ministro cuando pudo recuperar la voz, porque se le hab铆a hecho un nudo en la
garganta que por poco se ahoga—. Nadie puede negar que esto es magia pura.
Pero antes de que hubiese
terminado de hablar, el rey hab铆a pasado la p谩gina y hab铆a aparecido un
maravilloso p谩jaro azul, de plumas resplandecientes. Debajo del grabado pon铆a:
«Ave Azul del Para铆so», y cuando el rey estaba mirando, encantado, el hermoso
dibujo, el p谩jaro agit贸 tambi茅n sus alas desde la p谩gina amarillenta y se ech贸
a volar desde el libro.
Entonces el Primer Ministro le
quit贸 el libro al rey de un tir贸n, lo cerr贸 y lo puso en el estante m谩s alto de
la biblioteca. Y el Canciller le dio al rey un buen zarande贸n y le dijo:
—Sois un rey muy malo y muy
desobediente —y se notaba que estaba muy enfadado.
—No he hecho nada de malo
—refunfu帽贸 Leonardo. Le molestaba mucho que le zarandeasen, como a casi todos
los ni帽os. Prefer铆a que le diesen una torta.
—¿Nada de malo? —dijo el
Canciller—. ¿C贸mo pod茅is saberlo? Ah铆 est谩 el problema. ¿C贸mo pod茅is saber lo
que viene en la p谩gina siguiente? Lo mismo puede haber una serpiente que un
gusano, o un ciempi茅s, o un anarquista, o algo por el estilo.
—Siento mucho haberle hecho
enfadar —dijo Leonardo—. Venga, deme un beso y sigamos siendo tan amigos.
Y se dieron un beso y se
pusieron a jugar a «Tres en raya», tan amigos, mientras el Primer Ministro se
pon铆a a trabajar en sus cuentas.
Pero aquella noche Leonardo no
pod铆a dormir, pensando continuamente en el libro, y cuando la luna brillaba en
todo su esplendor se levant贸 y se fue de puntillas a la biblioteca. Trep贸 al
estante m谩s alto y cogi贸 El libro de los animales.
Lo sac贸 a la terraza, donde a
la luz de la luna se ve铆a como si fuera de d铆a, lo abri贸, y vio las p谩ginas
vac铆as con los letreros de «Mariposa» y «Ave Azul del Para铆so». Pas贸 la p谩gina
y vio all铆 una especie de cosa roja sentada debajo de una palmera. El letrero
dec铆a «Drag贸n», pero el drag贸n no se mov铆a. El rey cerr贸 el libro a toda prisa
y se volvi贸 a la cama.
Pero al d铆a siguiente no pudo
resistir la tentaci贸n de echarle una miradita y se llev贸 el libro al jard铆n.
Cuando solt贸 los cierres de rub铆es y turquesas, el libro se abri贸 s贸lo por la
p谩gina donde estaba el drag贸n, y el sol dio de lleno sobre el grabado. De
repente, el gran drag贸n rojo se sali贸 del libro, extendi贸 sus inmensas alas
escarlata y alz贸 el vuelo por encima del jard铆n hacia las lejanas colinas.
Leonardo
se qued贸 s贸lo con la p谩gina vac铆a. Bueno, vac铆a no: medio vac铆a, porque todav铆a
quedaban la palmera verde, el desierto amarillo y unas cuantas pinceladas de
rojo que se hab铆an salido del dibujo del gran drag贸n.
«Buena la he hecho», pens贸
Leonardo. No hac铆a ni veinticuatro horas que le hab铆an hecho rey y ya hab铆a
soltado un drag贸n rojo, poniendo en peligro la vida de sus s煤bditos. Ellos, que
hab铆an estado ahorrando penique a penique para comprarle una corona. Entonces
Leonardo se ech贸 a llorar.
El Canciller, el Primer
Ministro y la nodriza vinieron corriendo a ver qu茅 pasaba. Cuando vieron el
libro abierto lo comprendieron todo, y el Canciller dijo:
—¡Qu茅 rey m谩s malo! M谩ndelo a
la cama sin cenar, nodriza, para que se d茅 cuenta de lo que ha hecho.
—Quiz谩, se帽or —dijo el Primer
Ministro—, deber铆amos primero averiguar qu茅 es exactamente lo que ha hecho.
Entonces Leonardo, hecho un mar
de l谩grimas, explic贸:
—Es un drag贸n rojo, y se ha ido
volando a las colinas. Y lo siento much铆simo y os pido perd贸n.
Pero el Primer Ministro y el
Canciller ten铆an cosas m谩s importantes que hacer que pararse a pensar si
perdonaban o no a Leonardo. Por el momento, salieron corriendo a consultar a la
Polic铆a a ver qu茅 pod铆a hacerse. Todo el mundo hizo lo que pudo: se organizaron
comit茅s, se formaron turnos de vigilancia, se pusieron centinelas para avisar…
pero el drag贸n se hab铆a quedado en las colinas, as铆 es que no pudieron hacer
nada.
La fiel nodriza, mientras
tanto, no hab铆a olvidado sus obligaciones: le dio un buen cachete al rey y le
meti贸 en la cama sin cenar y, cuando oscureci贸, ni siquiera le llev贸 una vela
para que pudiera leer.
—Eres un rey muy malo —le
dijo—. Y no te querr谩 nadie.
Al d铆a siguiente el drag贸n
tampoco se present贸, aunque algunos de los s煤bditos de Leonardo que disfrutaban
de una vista especialmente aguda llegaron a afirmar que hab铆an visto, entre los
谩rboles, el resplandor rojizo de sus alas.
Leonardo se puso la corona, se
sent贸 en el trono y dijo que quer铆a hacer algunas leyes.
No tengo que deciros que aunque
ni el Primer Ministro, ni el Canciller, ni la nodriza, ten铆an una gran opini贸n
del buen juicio de Leonardo (a veces incluso le daban alg煤n que otro cachete y
le mandaban a la cama sin cenar), no dejaban de reconocer que en el momento en
que se sentaba en el trono y se pon铆a la corona se volv铆a infalible (lo cual
quiere decir que todo lo que dec铆a estaba bien dicho y que nunca se
equivocaba). As铆 es que dijo:
—Hago una ley que proh铆be a la
gente abrir libros en el colegio o en cualquier otro sitio —y aqu铆 cont贸 con el
apoyo de por lo menos la mitad de sus s煤bditos, mientras que la otra mitad (las
personas mayores, claro) hizo como si creyera que ten铆a raz贸n.
Despu茅s hizo una ley ordenando
que todo el mundo tuviese siempre lo suficiente para comer. A todo el mundo le
gust贸 mucho esta ley, menos, naturalmente, a los que siempre hab铆an tenido
demasiado.
Y despu茅s hizo unas cuantas
leyes m谩s, todas igual de buenas, y las mand贸 escribir, y luego se fue a casa a
hacer flanes de arena y lo pas贸 estupendamente. Y le dijo a la nodriza:
—La gente me querr谩 mucho,
ahora que he hecho tantas leyes buenas.
Pero la nodriza le contest贸:
—No cantes victoria demasiado
pronto, lucero m铆o, que todav铆a no has terminado con el drag贸n.
Al d铆a siguiente era s谩bado y,
de repente, por la tarde, el drag贸n apareci贸 por el prado en toda su espantosa
rubicundez y arras贸 el campo de f煤tbol, con 谩rbitros, jueces de l铆nea,
porter铆as y todo lo dem谩s. La gente se puso furiosa y dijo:
—M谩s nos hubiera valido ser una
Rep煤blica. Qu茅 l谩stima del dinero que hemos estado ahorrando todos estos a帽os
para comprar la corona…
Y los enterados movieron a la
cabeza y pronosticaron un negro futuro a la Liga para el Fomento del Deporte.
En realidad, despu茅s de aquello, el f煤tbol tard贸 mucho tiempo en volver a
hacerse popular.
Durante aquella semana Leonardo
hizo todo lo que pudo para demostrar que era un buen rey, y la gente casi le
hab铆a perdonado que hubiera dejado salir al drag贸n del libro.
—Despu茅s de todo —dec铆an—, el
f煤tbol es un juego peligroso y quiz谩 sea mejor no animar a la gente a que lo
practique.
La opini贸n popular manten铆a que
los futbolistas, que eran bastante brutos, hab铆an tenido un encuentro tan
desagradable con el drag贸n que el pobre bicho se hab铆a ido a un sitio donde
s贸lo se jugaba a la china y a otras cosas por el estilo, que son juegos
pac铆ficos que no le vuelven a uno tan animal.
De todas maneras, el Parlamento
se reuni贸 el s谩bado por la tarde, a una hora en que la mayor铆a de los Miembros
pudiese asistir, para tratar del asunto del drag贸n. Por desgracia, el drag贸n,
que s贸lo estaba durmiendo, se despert贸 porque era s谩bado y se dirigi贸 al
Parlamento. Un poco despu茅s, s贸lo quedaban unos cuantos Miembros. Se intent贸
reunir otro Parlamento, pero ser Miembro del Parlamento se hab铆a convertido ya
en algo tan impopular como ser futbolista y nadie quer铆a resultar elegido, as铆
es que se las tuvieron que arreglar sin Parlamento.
Al llegar el s谩bado siguiente,
todo el mundo estaba un tanto nervioso, pero ese d铆a el drag贸n se encontraba
muy tranquilo y s贸lo se comi贸 un Orfelinato.
El pobre Leonardo lo estaba pasando
muy mal. Comprend铆a que hab铆a sido su desobediencia la causa del problema del
Parlamento, y del Orfelinato, y de los futbolistas, y pensaba que no ten铆a m谩s
remedio que hacer algo. Pero ¿qu茅 pod铆a hacer?
El ave azul que hab铆a salido
del libro sol铆a cantar en la rosaleda de palacio, y muy bien por cierto, y la
mariposa era muy sociable y se le posaba en el hombro cada vez que sal铆a al
jard铆n. Por eso Leonardo pens贸 que no todo lo que sal铆a de El
libro de los animales eran monstruos como el drag贸n, y se dijo:
«¿Y si sacara del libro un
animal que pudiera luchar contra el drag贸n?».
De modo que cogi贸 El libro de los animales y se fue con 茅l a la rosaleda, y
mir贸 la p谩gina siguiente a la del drag贸n. La mir贸 s贸lo un poquito, abriendo una
rendijita para ver qu茅 clase de animal ven铆a y c贸mo se llamaba. S贸lo pudo ver
el final del nombre: «cora», pero not贸 que, hacia el centro de la p谩gina, el
libro se hinchaba como si el animal quisiera salirse y lo cerr贸 r谩pidamente, y
hasta se sent贸 encima para que no se le escapara. Despu茅s lo asegur贸 con los
cierres de rub铆es y turquesas y mand贸 venir al Canciller, que, por haber estado
enfermo el s谩bado anterior, se hab铆a salvado de que el drag贸n se lo comiera
como a los dem谩s Miembros del Parlamento. Y le pregunt贸:
—¿Conoce usted alg煤n animal que
tenga un nombre que termine en «cora»?
Y el Canciller le contest贸:
—Claro que s铆: la mant铆cora.
—¿Qu茅 clase de animal es la
mant铆cora? —quiso saber el rey.
—Es el enemigo jurado de los
dragones —dijo el Canciller—. Le gusta chuparles la sangre. Es un animal
amarillo, con cuerpo de le贸n y cara de persona. Ojal谩 tuvi茅ramos unas cuantas
mant铆coras aqu铆. Qu茅 mala suerte que la 煤ltima muriera hace cientos de a帽os.
Entonces el rey fue corriendo y
abri贸 el libro por donde estaba la palabra que terminaba en «cora», y all铆
estaba el dibujo de la mant铆cora, amarilla, con su cuerpo de le贸n y su cara de
persona, tal como hab铆a dicho el Canciller. Y debajo del dibujo estaba escrito
el nombre: «Mant铆cora».
Al cabo de unos minutos, la
mant铆cora, so帽olienta, sali贸 del libro frot谩ndose los ojos con las manos y
maullando lastimeramente. Ten铆a un aire bastante est煤pido, y cuando Leonardo le
dijo, empuj谩ndola suavemente: «Anda, venga. Vete a luchar contra el drag贸n»,
ech贸 a correr con el rabo entre las piernas.
Fue a esconderse detr谩s del
Ayuntamiento y por la noche, mientras la gente estaba durmiendo, aprovech贸 para
salir y comerse todos los gatitos de la ciudad. Y cada vez maullaba m谩s.
Y el s谩bado por la ma帽ana,
cuando la gente se estaba preguntando si no habr铆a peligro en salir a la calle,
o si har铆an mejor qued谩ndose en casa dado que el drag贸n no parec铆a tener hora
fija para presentarse, la mant铆cora se dedic贸 a recorrer las calles; se bebi贸
todas las botellas de leche que el lechero hab铆a ido dejando a las puertas de
las casas y despu茅s se comi贸 las botellas.
Acabando estaba la 煤ltima
cuando apareci贸, en lo alto de la calle, el drag贸n, que ven铆a a buscarla. La
mant铆cora se llev贸 un susto de muerte, porque resulta que no era de la clase de
las que luchan contra los dragones, y, como no encontr贸 otro sitio m谩s a
prop贸sito, se escondi贸 en el edificio de Correos.
All铆 la encontr贸 el drag贸n,
detr谩s de las sacas del correo de las diez, y las sacas no le sirvieron de
nada. Los maullidos se o铆an desde los rincones m谩s apartados de la ciudad:
todos los gatitos y las botellas de leche que se hab铆a zampado parec铆an haberle
dado una fuerza especial a aquellos maullidos.
Despu茅s se hizo el silencio. La
gente, que empez贸 a asomarse cautelosamente por las ventanas, pudo ver al
drag贸n bajar las escaleras de Correos escupiendo, como de costumbre, fuego y
humo, pero esta vez, adem谩s, mechones del pelo de la mant铆cora y pedazos de
cartas certificadas. Las cosas se estaban poniendo muy, pero que muy feas,
porque por muy popular que el rey llegara a hacerse durante la semana, al
llegar el s谩bado el drag贸n siempre hac铆a alguna barrabasada que le indispon铆a
con sus s煤bditos.
El drag贸n
estuvo dando la lata durante todo el s谩bado, excepto al mediod铆a. Al mediod铆a
sol铆a buscar un 谩rbol para echarse una siestecita a la sombra, porque no le
conven铆a nada que le diese el sol mucho rato. Y es que hab铆a que ver el calor
que estaba haciendo aquel a帽o.
Pero un s谩bado el drag贸n tuvo
el atrevimiento de llegar hasta el cuarto de jugar del rey y se comi贸 su
caballito de madera. El rey se llev贸 un disgusto tan grande que no par贸 de
llorar en seis d铆as: el caballo era su juguete favorito, y adem谩s ten铆a
balanc铆n y todo. Al s茅ptimo d铆a estaba tan cansado que dej贸 de llorar. Cuando
oy贸 al p谩jaro azul cantar entre las rosas y vio a la mariposa revoloteando
entre los lirios, dijo:
—Nodriza, por favor, l谩vame la
cara. Ya no voy a llorar m谩s.
La nodriza le lav贸 la cara y le
dijo que no fuera tonto.
—Con llorar nunca se arregla
nada.
—Pues no s茅 qu茅 te diga —dijo
el rey—. Ahora que me he pasado una semana llorando me parece que veo mejor y
hasta que oigo mejor. Ahora s茅 que tengo raz贸n. Anda, dame un beso, por si no
vuelvo m谩s. Tengo que ir a salvar a mi pueblo.
—Bueno, si crees que tienes que
ir, v茅. Pero no te mojes los pies ni te estropees la ropa.
—Vale —dijo el rey. Y se fue.
El p谩jaro azul estaba cantando
mejor que nunca, y la mariposa no hab铆a brillado nunca tanto como cuando
Leonardo se fue a la rosaleda con El libro de los animales.
Lo abri贸 muy deprisa, no le fuera a entrar el miedo y le hiciera cambiar de
opini贸n. El libro se abri贸 completamente, casi por la mitad: en la parte de
abajo de la p谩gina pon铆a «Hipogrifo», y antes de que Leonardo tuviera tiempo de
ver de qu茅 se trataba, oy贸 un batir de alas, y un pisar de pezu帽as, y un
relincho muy suave. Y del libro sali贸 un maravilloso caballo blanco, con una
magn铆fica crin blanca, con una cola tambi茅n blanca, largu铆sima, con unas
enormes alas parecidas a las alas de los cisnes, y con los ojos m谩s dulces y de
mirar m谩s cari帽oso del mundo. Y se qued贸 all铆, parado en medio de las rosas.
El hipogrifo frot贸 su rosado
hocico, suave como la seda, contra el hombro del rey, y el rey pens贸:
«Si no fuera por las alas,
hubiera cre铆do que era mi caballito de madera». (Y el p谩jaro azul sigui贸
cantando mejor que nunca).
De repente, el rey vio venir
por el cielo la mole inmensa, amenazadora y humeante, del drag贸n rojo. Pero 茅l
ya sab铆a lo que ten铆a que hacer. Cogi贸 El libro de los
animales y salt贸 a lomos del encantador hipogrifo, susurr谩ndole al o铆do:
—Vuela, querido hipogrifo,
vuela lo m谩s deprisa que puedas al Desierto Pedregoso.
Cuando el drag贸n les vio salir,
vir贸 en redondo y vol贸 tras ellos. Agitaba sus alas, que eran rojas como las
nubes del crep煤sculo, mientras que las del hipogrifo eran blancas como las
nubes que acompa帽an al sol al amanecer.
Los habitantes del pueblo,
cuando vieron al drag贸n salir volando detr谩s del hipogrifo y del rey, salieron
todos de sus casas para no perderse nada del espect谩culo, pero cuando les
perdieron de vista se pusieron en lo peor y empezaron a pensar en lo que se
pondr铆an para el luto real.
Sin embargo, el drag贸n no
consegu铆a alcanzar al hipogrifo. Las alas rojas, con ser m谩s grandes que las
blancas, no eran tan fuertes, as铆 es que el caballito sigui贸 volando, volando,
volando, llevando siempre al drag贸n detr谩s, hasta que llegaron al Desierto
Pedregoso, que era algo parecido a una playa, s贸lo que en vez de arena ten铆a
piedras redondas, y no se ve铆a un 谩rbol, ni siquiera una brizna de hierba, en
varias millas a la redonda.
Leonardo se baj贸 del caballo en
el mismo centro del Desierto Pedregoso, y r谩pidamente solt贸 los cierres de El libro de los animales y lo dej贸 abierto sobre las
piedras. Ech贸 otra vez a correr hacia su caballito, y, apenas hab铆a acabado de
montar, cuando lleg贸 el drag贸n. Ven铆a casi sin fuerzas y miraba
desesperadamente a su alrededor buscando un 谩rbol, porque acababan de dar las
doce, el sol brillaba implacable en el cielo, redondo como una moneda de oro, y
no se ve铆a una sombra por ninguna parte.
El caballito vol贸 dando vueltas
alrededor del drag贸n, que se retorc铆a sobre las ardientes piedras. El pobre
estaba pasando un calor tan espantoso que incluso hab铆a empezado a echar humo,
y estaba convencido de que no iba a tardar mucho en echar llamas, a menos que
encontrase un 谩rbol que le diese un poco de sombra. Alz贸 las zarpas
amenazadoramente hacia el rey y su hipogrifo, pero se encontraba demasiado
d茅bil para alcanzarlos y, adem谩s, no quer铆a hacer m谩s esfuerzos para no
acalorarse m谩s.
Entonces vio El libro de los animales abierto sobre las piedras, justo
por la p谩gina en que pon铆a «Drag贸n» en la parte de abajo. Lo mir贸, dud贸, lo
volvi贸 a mirar, y entonces, con un rugido desesperado, se escurri贸 hasta
meterse en el hueco de la p谩gina y se sent贸 debajo de la palmera. De lo
caliente que estaba, una esquinita de la p谩gina se chamusc贸.
En cuanto Leonardo vio al
drag贸n guarecerse bajo la sombra de su palmera, a falta de otro 谩rbol, baj贸
r谩pidamente del caballo y le falt贸 tiempo para cerrar el libro.
—¡Viva, viva! —grit贸—. ¡Lo
hemos conseguido!
Y apret贸 muy fuerte los cierres
de turquesas y rub铆es. Luego se volvi贸 hacia el caballo:
—Mi querido hipogrifo —le
dijo—. Eres el m谩s valiente, el m谩s hermoso, el m谩s…
—Por favor, Majestad —dijo el
hipogrifo, ruboriz谩ndose—, que no estamos solos…
Era verdad: estaban rodeados de
un mont贸n de gente. Con el pueblo estaban, adem谩s del Primer Ministro, los
Miembros del Parlamento, los futbolistas, los ni帽os del Orfelinato, la
mant铆cora, el caballo de madera y todos a los que el drag贸n se hab铆a ido
comiendo. Como podr茅is suponer, era imposible que el drag贸n los metiera a todos
en el libro (hab铆a tan poco sitio que hasta 茅l mismo estaba un poco apretado),
as铆 es que tuvieron que quedarse fuera. Se volvieron todos a casa y fueron
felices para siempre.
Cuando el rey le pregunt贸 a la
mant铆cora d贸nde le gustar铆a vivir, 茅sta le pidi贸 que le permitiese volver al
libro.
—Es que, sab茅is, la vida
p煤blica no me gusta demasiado —explic贸.
Y como ya se conoc铆a el camino
hasta su p谩gina, no hab铆a peligro de que se abriese el libro por otro lado y se
volviese a escapar el drag贸n, o algo por el estilo. As铆 es que se volvi贸 a su
dibujo y desde entonces no ha salido de all铆: por eso es por lo que nunca
ver茅is una mant铆cora, aunque viv谩is cien a帽os, como no sea en un libro de
estampas. Ah, por supuesto, tambi茅n se dej贸 los gatitos fuera, porque no hab铆a
sitio en el libro, y lo mismo hizo con las botellas de leche.
El caballito de madera pidi贸
que le dejaran quedarse en la p谩gina del hipogrifo.
—Es que —explic贸— he pasado
tanto miedo, que de ahora en adelante me gustar铆a vivir en un sitio donde
pudiera estar totalmente a salvo de los dragones.
El precioso hipogrifo de alas
blancas le ense帽贸 el camino, y all铆 se qued贸 hasta que, al cabo del tiempo, el
rey le sac贸 para que jugasen con 茅l sus ta-ta-ta-ranietos.
Y el hipogrifo, por su parte,
acept贸 el puesto que dejaba vacante el caballito de madera, y tanto el p谩jaro
azul como la mariposa han seguido cantando entre los lirios y las rosas hasta
hoy mismito.
lunes, 7 de septiembre de 2020
NARVALES: LOS UNICORNIOS DEL MAR
Pocos animales inspiran tanta fascinaci贸n e intriga como el narval que habita en el 脕rtico: los descubrimientos de su largo colmillo en espiral inspiraron leyendas sobre los unicornios. Pero la verdadera naturaleza del colmillo no es menos extraordinaria. Algunos datos sobre los narvales:
El colmillo, que mide hasta 3 m de largo, es en realidad un diente canino que emerge del lado izquierdo de la mand铆bula superior, a trav茅s del labio.
3. Una maravilla de la ingenier铆a
4. El narval y el unicornio
6. Pistola paralizante
8. H谩gase o铆r
9. Vida en el hielo
EL UNICORNIO EN ESCOCIA Y OTROS LUGARES
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