—Bueno, Billy —le dijo su tío—. Ya tienes edad para empezar a ganarte la vida, así que te voy a buscar trabajo en una oficina, y no volverás al colegio.
Billy se quedó de una pieza al oír esto. Miró por la ventana hacia Claremont Square, donde vivía su tío, y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Y es que, aunque su tío pensase que él era lo bastante mayor como para ganarse la vida, el niño se consideraba lo bastante pequeño como para que le horrorizase la idea de trabajar en una oficina, donde nunca podría ver nada interesante, ni crear nada, ni hacer nada más que sumar números y más números durante años y años.
—Me da igual —dijo Billy para sus adentros—, porque pienso escaparme. Ya encontraré un trabajo que sea interesante. A lo mejor me meto a capitán pirata o a salteador de caminos.
Y a la mañana siguiente, Billy se levantó muy temprano, antes que nadie en la casa, y se escapó.
Estuvo corriendo hasta que se quedó sin aliento, y entonces se puso a andar, y estuvo andando hasta que se le acabó la paciencia, y entonces se puso a correr otra vez. Y así, entre andar y correr, y correr y andar, llegó hasta una puerta, que tenía arriba un letrero que decía:
Agencia de colocaciones para cualquiera que necesite un empleo.
—Yo necesito uno —dijo Billy. Y entró.
Al lado de la puerta había una ventana pintada de verde, y en una de las hojas de la ventana había tarjetas clavadas con chinchetas donde estaban escritos los empleos que la agencia ofrecía. Y justo en la primera tarjeta estaba su apellido: Rey.
—Parece que he venido al lugar indicado —dijo Billy, y leyó el resto de la tarjeta:
Se necesita rey. Imprescindible que esté familiarizado con el asunto.
«Me temo que esto no es para mí —pensó Billy—, porque, sea cual sea el asunto a que se refiere, yo no estoy familiarizado con él».
La siguiente tarjeta decía:
Se necesita rey estable. Imprescindible rapidez, voluntad y afición al trabajo.
—Bueno, yo tengo voluntad y soy bastante rápido —dijo Billy—, pero no sé qué es eso de rey estable.
Y buscó otra tarjeta:
Se necesita rey respetable que se haga cargo de todo el Parlamento, que asista a los Consejos para la Reforma del Ejército, para inaugurar Tómbolas de Caridad y Escuelas de Arte, y, en general, para que sea de utilidad.
Billy meneó la cabeza.
—Éste debe de ser un trabajo muy duro.
Y miró la siguiente tarjeta:
Se necesita reina competente, que tenga sentido de la economía y que sea buena administradora.
—Lo que es seguro es que yo no soy una reina —dijo Billy tristemente, y ya estaba a punto de irse, cuando vio una tarjeta pequeña, justo en la esquinita de la ventana:
Se necesita rey que trabaje duro; no importa que no tenga experiencia.
—Bueno, puedo probar —dijo Billy, y abrió la puerta de la agencia y entró.
Dentro había varias mesas. En la primera, un león, con un lápiz en la oreja, le estaba dictando a un unicornio, que escribía afanosamente con su cuerno. Billy se fijó en que el cuerno estaba afilado, afilado, como cuando el maestro, como un favor especial, te saca punta al lápiz con su sacapuntas.
—He oído que necesitan ustedes un rey —dijo tímidamente.
—No, nada de eso —dijo el león, y se volvió hacia él tan deprisa que Billy se arrepintió de haber hablado—. El puesto está cubierto, joven, y no necesitamos nada más.
Billy dio media vuelta, descorazonado, pero el unicornio le dijo:
—Prueba en otra mesa.
Y Billy se fue a otra mesa, donde había una rana que le miraba tristemente, pero allí sólo querían Presidentes de República, y en la mesa siguiente un águila le dijo que sólo necesitaban Emperadores, y eso muy de vez en cuando.
Cuando llegó al final de la habitación se encontró con un rollizo cerdo con gafas que estaba leyendo atentamente un libro de cocina.
—¿Necesita usted un rey? —dijo Billy—. No tengo experiencia.
—Entonces eres el rey que necesitamos —dijo el cerdo, cerrando el libro de golpe—. Vendrás dispuesto a trabajar, me imagino, como indica el anuncio.
—Creo que sí —dijo Billy, y, en un rasgo de honradez, añadió—: Especialmente si me gusta el trabajo.
El cerdo le dio un pergamino plateado, y le dijo:
—Ésa es la dirección.
En el pergamino ponía:
Reino de Plurimiregia.
Billy Rey. Monarca respetable.
Sin experiencia.
—Más vale que vayas por correo —dijo el cerdo—. Puedes coger el de las cinco.
—¿Por correo? ¿Cómo? —preguntó Billy.
—No tengo ni idea —dijo el cerdo—. Pero en Correos lo saben todo. Así que te atas una etiqueta al cuello con la dirección, y te echas al buzón que tengas más cerca.
Cuando Billy estaba empezando a copiar la dirección, se abrió la puerta despacito y entró una muchachita que se quedó mirando al león y al unicornio y a los otros animales, y como no le gustó su aspecto, se dirigió directamente a Billy:
—Vengo a por lo del empleo de reina. Decía en la ventana que no se necesitaba experiencia.
Tenía la cara redonda y sonrosada, su vestido era bastante pobre y, desde luego, se veía a la legua que no tenía la menor experiencia como reina.
—Yo no trabajo aquí —dijo Billy.
Y el cerdo dijo:
—Pregunta en la mesa de al lado.
En la mesa de al lado había un lagarto tan grande que más parecía un cocodrilo, sólo que no tenía en la boca esa expresión tan desagradable que tienen los cocodrilos.
—Díselo a él —dijo el cerdo, y el lagarto se inclinó hacia delante, como los dependientes de las tiendas cuando preguntan: «¿Qué se le ofrece?».
—No quiero —dijo la muchachita.
—No seas tonta, que no va a comerte —dijo amablemente Billy.
—¿Estás seguro? —dijo la niña, muy seria.
Entonces Billy dijo:
—Vamos a ver: yo soy rey. Me acaban de dar el puesto. ¿Eres tú por casualidad reina?
—Bueno, yo me llamo Elisa Reina, que me figuro que viene a ser por el estilo.
—Bien —dijo Billy, volviéndose al lagarto—. ¿Le parece a usted que sirve?
—Yo diría que a las mil maravillas —dijo el lagarto con una sonrisa forzada que no le iba nada—. Aquí está la dirección.
Y le dio una tarjeta donde ponía:
Reino de Allexanassa.
Reina sin experiencia.
Voluntariosa, trabajadora y deseosa de aprender.
—Tu reino está al lado del de él —puntualizó.
—Qué bien, así nos podremos ver de vez en cuando —dijo Billy—. Anda, anímate, que a lo mejor hasta podemos hacer el viaje juntos.
—No —dijo el cerdo—, porque las reinas van en tren. Pero, venga, ya os estáis marchando. Mi amigo os acompañará hasta la puerta.
—¿Estás seguro de que no me comerá? —volvió a preguntar Elisa, y Billy la tranquilizó, aunque no las tenía todas consigo. Y le dijo:
—Adiós. Espero que te vaya bien en tu nuevo empleo.
Y allá que se fue a comprar una etiqueta barata en una papelería que había dos calles más abajo. Una vez que escribió las señas en la etiqueta, se la ató al cuello y se metió ceremoniosamente en el buzón de la Oficina Central de Correos.
Se estaba tan blandito y tan calentito encima de las otras cartas, que Billy se quedó dormido. Cuando se despertó vio que había entrado en el primer reparto y que le llevaba directamente al Parlamento de la capital de Plurimiregia, que justamente tenía sesión ese día.
El aire de Plurimiregia era puro y transparente, bien distinto del de Claremont Square. El Parlamento estaba situado en una colina en el centro de la ciudad, y alrededor había otras colinas, rodeadas de frondosos bosques. Era una ciudad pequeña y muy bonita, como una estampa de colores, y tenía naranjos todo alrededor. Billy se preguntó si estaría permitido coger las naranjas.
Cuando el ujier abrió las puertas del Parlamento, Billy se le acercó y le dijo:
—Usted perdone. Yo venía a…
—¿Es usted el cocinero o el rey? —interrumpió el ujier.
A Billy le sentó muy mal la pregunta.
—¿Tengo yo cara de cocinero? —dijo.
—La cuestión es que tampoco tiene usted cara de rey —dijo el ujier sin inmutarse.
—Como me quede, se va usted a arrepentir de esto —dijo Billy.
—No se quedará usted por mucho tiempo, no se preocupe —dijo el ujier—. No vale la pena, y es de lo más desagradable. Además, en poco tiempo no se puede arreglar nada. Pero pase.
Billy pasó y el ujier le llevó a presencia del Primer Ministro, el cual estaba sentado retorciéndose las manos y tenía la cabeza de paja.
—Esto ha llegado en el correo de la mañana, Señoría —dijo el ujier—. Viene de Londres.
El Primer Ministro dejó por un momento de retorcerse las manos y le alargó una a Billy.
—Buenos días. Creo que servirá usted —le dijo—. Enseguida le contrato. Pero primero ayúdeme a quitarme la paja del pelo. Me la pongo porque la encuentro muy útil para ayudarme a pensar en los momentos difíciles, y estaba muy preocupado porque no había encontrado un rey que sirviera. Ni que decir tiene que una vez que esté usted contratado nadie le pedirá que haga nada.
Billy le ayudó a quitarse la paja.
—¿No queda nada? Gracias. Bueno, pues ya está usted contratado, por seis meses a prueba. No tiene usted que hacer nada que no le apetezca. El desayuno se sirve a las nueve. Permítame acompañarle a los apartamentos reales.
No tardó Billy ni cinco minutos en salir de una bañera de plata con agua perfumada y en ponerse la ropa más fantástica que había visto en su vida. Por primera vez desde que tenía uso de razón se cepilló el pelo y se limpió las uñas por pura satisfacción personal y no porque le obligaran a ello. Después se fue a desayunar, y el desayuno era tan exquisito que sólo podía haber sido preparado por un cocinero francés. La verdad es que tenía un poco de hambre: no había comido nada desde que cenó pan con queso en Claremont Square hacía dos noches.
Después de desayunar estuvo montando un poni blanco, cosa que en su vida hubiera podido hacer en Claremont Square. Y se dio cuenta de que montaba muy bien. Después se fue a pasear en barca y se quedó agradablemente sorprendido al comprobar que manejaba la barca estupendamente. Por la tarde le llevaron al circo y por la noche estuvieron jugando a la gallinita ciega. Fue un día verdaderamente delicioso.
A la mañana siguiente, sin embargo, el desayuno fue horrible: el café había hervido, los huevos estaban crudos, y las tostadas, quemadas. El rey estaba demasiado bien educado para hacer ningún comentario, pero le pareció fatal.
El Primer Ministro llegó tarde al desayuno, todo sofocado y con el pelo lleno de paja.
—Perdón, Majestad. El cocinero se marchó anoche, y el nuevo no llega hasta el mediodía. Mientras tanto, he hecho lo que he podido.
Billy le dijo que no se preocupara, que el desayuno estaba buenísimo, y el segundo día transcurrió tan feliz como el primero. Por lo visto, el nuevo cocinero ya había llegado, porque la comida del mediodía le quitó el mal sabor de boca que le había dejado el desayuno.
Después de comer, Billy disfrutó muchísimo tirando al blanco con un rifle que había llegado en el mismo correo que él, y estuvo haciendo diana todo el tiempo. Esto de saberlo hacer todo y hacerlo todo bien es una cosa rarísima, incluso para un rey, pero Billy no se daba cuenta, y estaba empezando a extrañarse de no haber comprendido antes lo listo que era. Hasta el punto de que cogió un libro de Virgilio y lo leyó con la misma facilidad que si hubiera sido uno de lectura elemental.
Pero acabó por preguntarle al Primer Ministro:
—¿Cómo es que puedo hacer tantas cosas sin haberlas aprendido?
—Es la regla aquí, señor —dijo el Primer Ministro—. Los reyes lo saben siempre todo sin tener que aprender nada.
A la mañana siguiente Billy se despertó muy temprano, se levantó y se fue al jardín. Al volver una esquina se encontró de repente con una personita que llevaba un gorro blanco y un gran delantal y que estaba cogiendo hierbas aromáticas: tomillo, hierbabuena, salvia y mejorana, y que, al verle, hizo una reverencia.
—Buenos días —dijo el rey Billy—. ¿Quién es usted?
—Soy la nueva cocinera.
El gorro le tapaba casi toda la cara, pero Billy reconoció la voz.
—¡Pero bueno! —dijo, separándole el gorro—. ¡Si tú eres Elisa!
Y claro que era ella, pero a Billy le pareció que su cara redonda era más bonita y su expresión más inteligente que la última vez que la vio.
—Sí, soy yo —dijo ella—. Me dieron el puesto de reina de Allexanassa, pero era todo tan grandioso, y la ropa tan complicada, y la corona pesaba tanto, que ayer por la mañana, en cuanto me desperté, me puse mi traje de siempre y me marché. Me encontré a un hombre con una barca, que no sabía que yo era la reina, y le dije que me diera un paseíto, y entonces él me contó algunas cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—Bueno, cosas sobre nosotros dos, Billy. Supongo que a ti te habrá pasado como a mí, que lo sabes todo sin haber tenido que aprenderlo. ¿Sabes lo que significa «Allexanassa» en griego?
—Algo así como el país de las reinas cambiantes, ¿no?
—¿Y lo que significa «Plurimiregia»?
—Me parece que quiere decir el país de los muchos reyes, ¿por qué?
—Porque de eso se trata. Aquí están siempre cambiando de reyes y de reinas por una razón verdaderamente espantosa. La Agencia de Colocaciones de donde les traen los reyes nuevos está lejísimos, para que no se enteren de nada. ¿Sabes, Billy? Hay un dragón horrible que viene una vez al mes pidiendo comida. ¡Y se alimenta de reyes y reinas! Ésa es la razón de que lo sepamos todo sin haberlo tenido que aprender: no tenemos tiempo de aprender nada. Y es un dragón de dos cabezas, Billy. Una es una cabeza de cerdo y la otra de lagarto: la de cerdo para comerte a ti y la de lagarto para comerme a mí.
—Así que para eso es para lo que nos han traído aquí —dijo Billy—. Los muy cobardes, los muy mezquinos, los muy…
—Mi madre siempre decía que no se podía estar seguro de nada sin haberlo experimentado —dijo Elisa—. Pero ¿qué podemos hacer? El dragón viene mañana. Cuando me enteré de todo esto, pregunté por dónde caía tu reino, y el barquero me trajo hasta aquí. Así es que Allexanassa está ahora sin reina, pero nosotros estamos juntos en Plurimiregia.
—Santo Dios, Santo Dios —dijo Billy, cogiéndose la cabeza con las manos—. Tenemos que hacer algo. Qué buena has sido viniendo a decírmelo, Elisa: podías haberte salvado tú sola, y haberme dejado a mí frente a la cabeza de cerdo del dragón.
—No, no podía —dijo Elisa muy seria—, porque ahora lo sé todo, lo mismo que tú, y eso incluye lo que está bien y lo que está mal. Y no podía hacer una cosa sabiendo que está mal.
—Eso es verdad. Me imagino que el ser tan listos nos servirá para salir del atolladero. Vamos a coger una barca para irnos de aquí. No sé si sabrás que manejo las barcas estupendamente.
—Toma, y yo también: a ver qué te crees. Pero ya es demasiado tarde para eso. Venticuatro horas antes de la llegada del dragón, el agua del mar se retira y el espacio se rellena con grandes oleadas de caramelo líquido. Y no hay barca que resista eso.
—¿Y cómo llega el dragón? ¿Es que vive en la isla?
—No —dijo Elisa, nerviosísima. Con los nervios, estaba aplastando con las manos las hierbas aromáticas que había cogido, con lo que el aire se llenaba de aromas—. No, en realidad, surge del fondo del mar. Pero como está tan caliente, el caramelo no se solidifica, y él puede nadar tranquilamente hasta aquí… a por nosotros.
Billy se estremeció.
—Ojalá estuviera ahora en Claremont Square —dijo.
—Yo también quisiera estar allí —dijo Elisa—, aunque no tengo la menor idea de por dónde cae.
—¡Silencio! —dijo Billy de pronto—. He oído un ruido. Debe de ser el Primer Ministro que se ha vuelto a llenar el pelo de paja: probablemente porque no te encuentra y piensa que va a tener que hacer el desayuno otra vez. Nos encontraremos esta tarde, a las cuatro, al lado del faro. Escóndete por allí, y que no te vean. Y no salgas hasta que no haya nadie.
Billy echó a correr hasta donde estaba el Primer Ministro y le cogió por el brazo.
—¿A qué viene esa paja ahora?
—Ya lo hago sin darme cuenta —dijo, sin demasiada convicción, el Primer Ministro.
—Es usted un cobarde, y un asqueroso, y un infame. Y usted lo sabe. Y por eso se pone la paja.
—Majestad… —protestó débilmente el Primer Ministro.
—Sí, señor —continuó Billy con firmeza—. Usted lo sabe muy bien. Pero ahora que conozco las leyes de Plurimiregia, voy a abdicar hoy mismo por la mañana, y el sucesor tendrá que ser usted, porque ya no le da tiempo de buscar a nadie. Y yo asistiré a su coronación.
El Primer Ministro se quedó con la boca abierta.
—¿Cómo se ha enterado? —La cara se le había puesto más blanca que el papel.
—Eso ahora no importa —dijo Billy—. Pero si usted no hubiera sido tan mala persona, muchos de sus reyes hubieran podido acabar con el dragón si se les hubieran dicho las cosas a tiempo. Bueno, pues ahora lo único que quiero de usted es que mantenga la boca cerrada, y que me procure una barca, sin barquero, que tiene que estar en la playa a las cuatro, al lado del faro.
—¿Pero para qué quiere usted una barca en un mar de caramelo…?
—He dicho al lado del faro, no en el mar, pelo de paja. Y más le vale que vaya rápidamente a hacer lo que le he dicho. Que tiene que venir usted solo. Como se le ocurra decirle esto a alguien, abdico inmediatamente, y a ver qué va a pasar entonces.
—Pues no lo sé… —dijo, hecho polvo, el pobre Primer Ministro, agachándose a coger unas pajas más para ponérselas en la cabeza.
—Pues yo sí que lo sé —dijo Billy—. Y vamos ahora a desayunar.
A eso de las tres y media de la tarde, la cabeza del Primer Ministro parecía un pesebre de tanta paja como tenía encima. Pero a las cuatro se encontró con Billy en el sitio convenido, y allí estaba Elisa, y la barca.
Y Billy se presentó con su rifle. El viento soplaba desde la playa y hacía que las pajas de la cabeza del Primer Ministro se movieran como un campo de trigo en verano.
—Ahora —dijo Billy—, Mi Real Majestad ordena que hable usted con el dragón en cuanto llegue y que le diga que el rey ha abdicado.
—Pero si no es verdad… —lloriqueó el Primer Ministro.
—Bueno, pues ahora mismo abdico y así no tendrá usted que decir una mentira. Ea, ya he abdicado. Pero le doy mi palabra de honor de que me hago rey otra vez en cuanto que haya puesto en práctica mi plan. Entonces estaré en condiciones de enfrentarme con mi destino. Y con el dragón. Lo que tiene usted que decirle al dragón es esto: «El rey acaba de abdicar. Vaya usted de momento a Allexanassa a por la reina, que en cuanto vuelva le tendré preparado un rey de lo más apetitoso».
Nunca se había sentido Billy tan digno de un trono como ahora, cuando estaba arriesgando su vida para salvar a sus súbditos de caer en la tentación de volverse mezquinos, cobardes e hipócritas. Más de uno en su lugar hubiese abdicado y se hubiese quitado de en medio.
El mar de caramelo empezó a agitarse y las pajas del Primer Ministro se pusieron a revolotear.
—Está bien —dijo—. Lo haré. Pero preferiría morir antes que ver que un rey falta a su palabra.
—No se preocupe por eso —dijo Billy, pálido pero decidido—. Su rey no es ningún desalmado como… como quien yo me sé.
Y por encima del mar de caramelo empezaron a subir nubes de vapor, y las ondas rizadas de antes se convirtieron en olas.
El Primer Ministro, que ya no tenía más pajas, se colocó en la cabeza un puñado de algas y dijo:
—Ahí está ése.
—Ahí está «eso» —corrigieron, a la vez, la reina Elisa y el rey Billy. Pero el Primer Ministro no estaba para discusiones gramaticales.
Y en aquel momento, derritiendo el caramelo a su paso, avanzó el dragón hacia ellos. Cuando estuvo cerca abrió las dos bocas de sus dos cabezas, la de cerdo y la de lagarto, sin dejar de rugir y de escupir fuego, como si esperara que se las llenasen. Y como nadie se las llenaba, su expresión de hambre se cambió en una de sorpresa y de rabia.
El rey Billy le pidió un alfiler a la reina Elisa para espabilar al Primer Ministro, que estaba casi enterrado en las algas que había ido cogiendo para ponérselas en la cabeza.
—¡Habla de una vez, tonto, más que tonto! —dijo Su Majestad.
Y el Primer Ministro, haciendo de tripas corazón, se dirigió al dragón de las dos cabezas de esta manera:
—Por favor, señor mío. Nuestro rey ha abdicado, así que, de momento, no tenemos nada que darle para comer, pero si usted se llega ahora a Allexanassa a por la reina, le tendremos un apetitoso rey preparado para cuando pase por aquí de regreso a casa.
Y el Primer Ministro, que estaba muy gordo, temblaba como un flan mientras hablaba.
El dragón no dijo nada: movió las dos cabezas y gruñó con las dos bocas y, dando media vuelta, se puso a nadar en dirección contraria, por el canal de caramelo que había ido derritiendo al venir.
Rápido como un rayo, Billy hizo una señal al Primer Ministro y a Elisa y entre los tres echaron la barca al agua por el canal de caramelo derretido. Billy saltó dentro y empezó a remar, y cuando ya se había alejado unas cuantas yardas, se volvió para decir adiós al Primer Ministro y a Elisa. El Primer Ministro estaba todavía en la playa buscando más algas secas para ponerse en la cabeza y demostrar así su crisis constitucional, pero Elisa había desaparecido.
De pronto, desde detrás de la barca, se oyó una vocecita que decía:
—Estoy aquí.
Y allí estaba, efectivamente, Elisa, agarrada al timón de la barca y nadando trabajosamente por el caramelo líquido: a punto de ahogarse, además, porque se hundía de vez en cuando.
Billy se apresuró a subirla a bordo, y en cuanto lo consiguió le echó los brazos al cuello, pegajosa como estaba.
—¡Mi querida Elisa, eres la muchacha más valiente del mundo! Si logramos salir de esto, me gustaría que te casases conmigo, porque no hay nadie como tú en el mundo entero. Dime que sí, dime que te casarás conmigo.
—Pues claro que me casaré contigo —farfulló Elisa con la boca llena de caramelo—. También yo pienso que en el mundo entero no hay nadie como tú.
—¡Magnífico! Entonces, yo me ocupo de las velas y tú llevas el timón, y ya verás cómo acabamos con el bicho —dijo Billy.
Y mientras él se ocupaba de las velas, ella, pringosa como estaba, se las arregló como pudo con el timón.
Al cabo de un rato llegaron a la altura del dragón. Billy cogió su rifle y le disparó las ocho balas directamente al costado. Pero como el viento seguía soplando e hinchando las velas, la barca siguió avanzando y al poco rato había dejado atrás al dragón, que se había parado a ver qué era todo aquello y estaba examinando con curiosidad los agujeros que le habían hecho las ocho balas.
—Adiós, mi querida Elisa, mi valiente Elisa. Adiós —dijo el rey Billy—. Por lo menos tú estás a salvo.
Volvió a cargar el rifle y, sosteniéndolo por encima de su cabeza, se metió en el mar de caramelo y se puso a nadar hacia el dragón, que se había quedado atrás.
Es muy difícil apuntar mientras se nada, especialmente si es en un mar de caramelo líquido y caliente, pero Su Majestad el rey Billy se las arregló para hacerlo. Esta vez apuntó directamente a las cabezas del dragón y le disparó cuatro tiros a cada una. El monstruo se retorció de dolor y rugió de rabia, y fue dando bandazos de un lado a otro del mar hasta que por fin dejó de rugir y se quedó flotando panza arriba en el caramelo líquido, estiró las patas, cerró, uno a uno, los cuatro ojos, y se murió. Los ojos de lagarto fueron los últimos en cerrarse.
Billy se puso a nadar con toda su alma hacia la playa, y si no llega a ser rey, se hubiera quemado de lo caliente que estaba el caramelo. Pero como el dragón estaba muerto y empezaba a enfriarse, el caramelo se iba poniendo espeso, de modo que cada vez le resultaba más difícil nadar. Y si no entendéis esto, no tenéis más que decirle al encargado de la piscina que os coja más cerca de casa que la llene de caramelo en vez de agua, y pronto comprenderéis por qué cuando Billy llegó por fin a la playa de su reino estaba totalmente exhausto y no tenía fuerzas ni para hablar.
El Primer Ministro estaba allí: se había traído una carga de paja porque pensó que el plan de Billy había fallado y que, por lo tanto, él era el segundo de la lista. Así es que cuando vio llegar a Billy, le abrazó emocionado, pringoso como estaba del caramelo, y las pajas se le quedaron pegadas, y estaba hecho una visión.
Billy suspiró, resignado, y miró hacia el mar. En el centro del canal estaba el dragón muerto, patas arriba, y allá a lo lejos se veían las velas blancas de la barca cerca de las playas de Allexanassa.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el Primer Ministro.
—Yo lo primero que voy a hacer va a ser darme un buen baño caliente —dijo Billy—. El dragón ha muerto y mañana por la mañana iré a buscar a Elisa. Ahora no corre ningún peligro allí.
—Allí no —dijo el Primer Ministro—, pero el peligro está precisamente en el caramelo. No hay forma de volverlo a convertir en agua, y al enfriarse se está haciendo cada vez más duro. Ninguna barca podrá navegar por él.
—Eso cree usted —dijo Billy—. Recuerde que yo soy el más listo de los dos.
Pero, en el fondo, no estaba muy convencido de cómo iba a hacer navegar una barca en aquel extraño mar. Y, con el corazón oprimido al pensar en Elisa, se fue a palacio a darse un baño en su bañera de plata. Tardó horas en quitarse las pajas y el caramelo, y cuando lo consiguió estaba tan cansado que no quiso ni cenar. Y menos mal, porque no había cocinera para hacer la cena.
A pesar de lo cansado que estaba, Billy durmió mal aquella noche. Continuamente se estaba despertando para preguntarse qué habría sido de su valiente amiga, y no hacía más que pensar si hubiera podido hacer otra cosa para evitar que se encontrase sola en la barca, pero, por más vueltas que le daba, no veía qué. Y estaba realmente hecho polvo, porque, a pesar de lo que le había dicho al Primer Ministro, no tenía la menor idea de cómo cruzar aquel mar de caramelo que separaba su reino de Allexanassa.
En sueños inventó barcos de vapor con ruedas y palas de hierro al rojo, y cuando se levantó por la mañana y miró por la ventana, echó de menos con toda su alma el mar de Inglaterra, frío, salado, lleno de espuma, líquido y con olas, ante aquella superficie marrón, dulce, lisa, brillante y quieta. El viento había cesado y la tranquilidad del mar era de lo más siniestro.
Al pasar por los jardines de palacio cogió unos cuantos melocotones para desayunar y echó a correr por la playa hacia el faro: ni una onda rizaba la superficie cristalizada del mar. Billy se quedó mirando un rato, pensando en un plan y, después de comerse el último melocotón con hueso y todo, echó a correr hacia la ciudad.
Entró como una exhalación en la primera ferretería que encontró y compró un par de patines de hielo y un berbiquí. En menos de lo que tardo en contarlo, se plantó en la playa otra vez, agujereó con el berbiquí los tacones de sus zapatos, que eran de oro, se puso los patines, y se lanzó, patinando por la superficie marrón del mar, hacia Allexanassa. Porque, naturalmente, el caramelo, al enfriarse, era resbaladizo y duro como el hielo.
Elisa, desde el otro lado, había tenido la misma idea en cuanto vio que el caramelo se solidificaba, y, por supuesto, como reina que era, patinaba de maravilla. Así que, saliendo cada uno desde una orilla, al llegar al centro cayeron el uno en brazos del otro.
Durante un buen rato se estuvieron los dos diciéndose lo felices que eran, y cuando volvían a Plurimiregia se encontraron con que la superficie brillante y oscura del mar estaba cubierta de patinadores, porque los habitantes de las dos islas se habían dado cuenta de lo que había pasado, y les había faltado tiempo para ir a visitar a sus parientes al otro lado. En las orillas había niños: cientos de niños, miles de niños, que habían ido a sus casas a buscar martillos y berbiquíes y estaban dale que te pego comiéndose las esquirlas de caramelo que saltaban con los golpes.
Había también grupos de curiosos mirando al sitio donde se había hundido el dragón y, cuando vieron acercarse al rey Billy y a la reina Elisa, prorrumpieron en vítores que se hubieran oído al otro lado del mar si a aquello se le hubiera podido llamar mar.
El Primer Ministro se apresuró a redactar una proclama exaltando la maravillosa actuación del rey Billy al librar al país del dragón, y todos los súbditos le aclamaron por su bondad y su valor.
Billy debió de abrir un grifo de su cerebro (no me preguntéis cómo porque yo no lo sé) y le salió un auténtico chorro de inteligencia en estas palabras:
—Después de todo —le dijo a Elisa—, nos iban a entregar al dragón para poder salvarse ellos. Eso está mal, ya lo sé. Pero no sé si es peor dejar que la gente vaya muriendo, envenenada por los gases de plomo de las fábricas, para dar gusto a unos cuantos que quieren unas vajillas con un brillo especial, o por el veneno del fósforo para conseguir hacer cajas de cerillas por un penique. Aquí, en el fondo, pasan las mismas cosas que en Inglaterra.
—Sí —dijo Elisa.
Elisa y Billy se casaron, y en los dos reinos todo el mundo es enormemente feliz. Consintieron en quedarse de reyes a condición de que el Primer Ministro abandonase su manía de ponerse paja en el pelo en los momentos de crisis.
Hasta aquí todo va estupendamente. De vez en cuando se organizaban excursiones para ver dónde terminaba el mar de caramelo, y en una de ellas se descubrió que al otro lado de unos farallones de doscientos pies de alto estaba el mar auténtico, el de agua salada. Y esto hizo que tanto Allexanassa como Plurimiregia fueran más ricas cada día, porque la mitad de los hombres de los dos reinos trabajaban en las minas de caramelo, que ahora exportan, por mar, la mercancía al extranjero.
La razón de que los caramelos baratos que compráis de vez en cuando estén rasposos y chirríen un poco al morderlos es, como habréis podido suponer, debido a que a los mineros se les olvida a veces limpiarse los pies, antes de entrar en las minas, en unas alfombrillas que ha mandado poner el rey Billy en la entrada, con un dibujo del escudo real en siete colores en medio.