—¿Cómo puedo proteger la tierra de esta horrible sequía? No es natural —murmuró para su árbol. No obtuvo respuesta a la afligida pregunta. Apoyó la mano con delicadeza sobre una raíz prominente—. Eres el último árbol que queda, pero no durarás mucho más. Ojalá pudiera conseguir el agua de ese humano antes de que ambos muramos. Encontraríamos una solución. Sé que podríamos.
Se levantó una suave brisa que alborotó el cabello de la dríada alrededor de su cara. Unas cuantas hojas secas se arrastraron con desgana y volvieron a posarse. Las ramas de su árbol se destacaban nítidamente contra el recalentado cielo. Del roble colgaban unas cuantas hojas marchitas. En un esfuerzo por no pensar en la fatiga y la desesperación que la embargaban, la dríada miró más allá del árbol. A lo lejos, la reverberación del calor deformaba el asolado paisaje hasta convertirlo en la peor pesadilla de la dríada. Contempló la escena, hipnotizada, hasta que un jadeo de dolor interrumpió su ensoñación.
—¿Rayo? —gritó una voz de hombre—. Levántate —ordenó débilmente.
La dríada se puso de rodillas y observó cómo el hombre forcejeaba para salir a rastras de debajo del gran Dragón Azul. Había visto que el Dragón intentaba darse la vuelta en el último momento para proteger a su jinete, pero no lo había conseguido. Por el contrario, el cuerpo del Dragón cayó sobre las piernas del hombre y se las aplastó. Ella sabía que la pesada armadura de placas que cubría al hombre no mejoraba en nada la situación. No sólo entorpecía sus movimientos, sino que su oscura superficie con un lirio grabado también retenía el calor del sol. El humano ya estaba sofocado, observó la dríada, pero sin duda estaría mucho peor antes del final del día.
—¿Rayo? —El hombre consiguió extraer el odre de debajo de su cuerpo y se arrancó el yelmo de la cabeza con brusquedad, pero nada más—. ¿Estás malherido?
La dríada decidió intervenir.
—Humano, tu Dragón está muerto. El Dragón de Plata le infligió una grave herida en el vientre. Ha sido un combate glorioso —añadió—, si te gustan esas cosas. —Descubrió que le costaba hablar con voz lo suficientemente alta para que fuera audible—. Recordaré mientras viva el brillo del de Plata, digno rival de la gracia del Azul —declaró.
El hombre se volvió rápidamente hacia ella.
—¿Quién eres? —exigió saber. Su rostro tenía un aspecto rudo y cubría su cabello una costra de sangre seca que le confería un aspecto aún más siniestro que el color arena oscura que debía de ser su tono natural. La dríada advirtió que lucía un afeitado impecable.
—En absoluto una enemiga tuya, a menos que pretendas hacer daño a mi árbol —respondió la dríada fríamente. Y al instante, sabiendo que aquel hombre sostenía en sus manos algo de un valor inestimable para ella, añadió en tono más razonable—: Por supuesto, tus preocupaciones están en otro lado, por ejemplo en tus ciudades o en los cielos.
El hombre estaba a punto de decir algo, pero empezó a toser. Cuando hubo acabado, desenroscó el tapón de su odre y bebió un buen sorbo.
—¡Noooo! —gritó la dríada sin poder contenerse.
El hombre levantó la cabeza y lentamente volvió a enroscar el tapón del odre.
—¿Qué, tú también tienes sed? Bueno, pues no conseguirás ni una gota de mi agua hasta que me digas quién eres y qué haces aquí. —La frialdad de su escrutadora mirada taladró a la dríada.
Ella cambió de postura y se sentó cruzando las piernas. Se sentía un poco mareada. No le convenía desmayarse ahora, se dijo, malhumorada. Sonrió levemente y respondió:
—Soy la guardiana de esta área. —Indicó con un gesto los árboles deshidratados que la rodeaban. Sólo su roble se mantenía perfectamente erguido. Los demás estaban inclinados o se habían partido con la caída del Dragón—. Vivo aquí.
El hombre miró en derredor, hasta donde le permitía su posición.
—No es gran cosa como lugar donde vivir —afirmó, impertérrito.
La dríada conservó una cautivadora sonrisa en el rostro, pero por dentro acusó el insulto.
—Antes era un bosque con muchas arboledas y arroyuelos, pero una sequía sobrenatural lo ha matado.
La expresión del hombre no se alteró.
—Mira qué bien. No voy a decirte lo necia que eres por quedarte aquí, pero… Caramba, acabo de decirlo —añadió con sarcasmo—. Pero necesito tu ayuda para salir de debajo de Rayo.
La tristeza asomó fugazmente a su rostro.
—Te daré un poco de agua por tu ayuda.
La dríada dejó que pareciera que estudiaba la propuesta. En el pasado, su sonrisa y sus palabras amables y alegres bastaban para inducir a los humanos a hacer lo que ella quería. Pero ahora ya no parecían funcionar. Se miró brevemente la piel abrasada y supo que probablemente no estaba ni la mitad de hermosa que de costumbre. La falta de humedad se reflejaba en sus angulosos huesos y en su piel reseca. Incluso su cabello parecía abrasado. La recorrió otra oleada de debilidad y desesperación que no la dejaba pensar con claridad. Comprendió que pronto sería incapaz de moverse.
—¿Y bien? —preguntó taimadamente el humano. Intentó cambiar de postura para observarla con más comodidad, pero el dolor debió de ser demasiado intenso, porque hizo una mueca y cerró los ojos.
—¿Me das el agua que me has prometido? —preguntó ella finalmente—. He contestado a tus preguntas.
Su reacción no obtuvo ninguna por parte del hombre. Debía de haberse desmayado a causa del dolor, pensó.
—¿Humano? ¡Despierta! —gritó con voz ronca.
No hubo respuesta. Extendió el brazo todo lo que pudo y consiguió arañar el suelo al lado de la cabeza del hombre.
—¡Despierta! —Nada. Acarició suavemente la raíz que sobresalía del suelo, buscando el contacto con su árbol—. ¿Y si no se despierta? —murmuró—. Habré perdido mi última oportunidad de mantenerte con vida. —Inclinó la cabeza, concentrada, intentando llegar a la conciencia de su árbol. Percibió una vaga presencia, pero estaba demasiado escaso de energía—. Todo muere a mi alrededor —susurró entrecortadamente. Habría llorado, si le hubieran quedado lágrimas.
Otro gruñido de dolor atrajo su atención hacia el humano.
—Despierta —lo animó.
El hombre se incorporó ligeramente, apoyándose en el antebrazo derecho.
—Sácame de aquí debajo —exigió con rudeza. Su expresión era a un tiempo hostil y de dolor.
La dríada negó con la cabeza.
—Me has dicho que me darías un poco de agua si respondía a tus preguntas.
El hombre se limitó a mirarla fijamente unos instantes y luego asintió.
—Está bien. —Se dejó caer y desenroscó el tapón del odre. Vertió un poco de agua en el tapón y se lo tendió con la mano izquierda, teniendo buen cuidado en no derramarla.
—¿Nada más? —preguntó la dríada. Esperaba que le diera el odre entero.
—Bebe.
El tono de voz del hombre no admitía discusión, por lo que la dríada aceptó el tapón. En lugar de beberse el agua, la derramó muy despacio sobre la raíz prominente que acariciaba minutos antes. La expresión del hombre era de creciente incredulidad.
—¿Qué haces? —preguntó.
Ella esperó hasta que la última gota de agua cayera del tapón antes de devolverlo.
—Debo proteger a mi árbol —respondió. Le dirigió una mirada implorante—. Por favor, dame el odre para que mi árbol pueda vivir.
El hombre se apresuró a cerrar el odre con un movimiento brusco.
—¿Por qué? Tu árbol está muerto. Yo no. Tú no. Si me ayudas a salir de debajo de mi Dragón, te daré más. Debes ayudarme a reanudar mi viaje. Estoy seguro de que mis compañeros caballeros empezarán pronto a buscarme.
La dríada contempló la raíz para comprobar que había absorbido toda el agua. No se sentía más fuerte, no había sido suficiente.
—No puedo ayudarte —declaró en voz baja.
El caballero irguió la cabeza y la miró, furioso.
—¿Por qué no? ¿Tanto te opones a los objetivos de los caballeros de Takhisis que no quieres ayudarme a salir de debajo del cadáver de una montura? —preguntó—. ¿Lamentas la vida desperdiciada de este bosque, pero no quieres ayudar a que alguien que no es de este bosque conserve la vida?
—Sencillamente, no puedo ayudarte, humano —contestó ella con tristeza—. No soy lo que tú crees.
El hombre frunció el ceño.
—Bueno, pareces una elfa, menos por esa piel oscura. No recuerdo haber visto a un elfo silvestre con una piel tan oscura y sin tatuajes. ¿Qué eres, si no eres una elfa?
—Soy una dríada. Nací de este árbol que ves —le indicó. Otra brisa cálida agitó el aire alrededor de su cara.
—¿Y qué tiene eso que ver con que no puedas ayudarme? ¿O con obtener este odre que tanto codicias? —preguntó el caballero.
—No puedo abandonar la zona que rodea a mi árbol sin morir lentamente. Debido al estado de mi árbol paterno, he descubierto que mis confines son aún más restringidos —le dijo ella. «Si estuviera más fuerte —reflexionó— me plantaría ante él y lo amenazaría con quitarle ese odre. Ahora tengo que emplear la verdad para conseguir lo que quiero».
—Así, esto es lo más lejos que puedes llegar —dedujo él.
La dríada asintió. La antinatural postura del hombre debía provocarle grandes dolores y su armadura debía de darle mucho calor, pues ahora sudaba copiosamente.
—Cuando caísteis, intenté acercarme más, pero no tenía fuerzas para llegar más allá de este punto.
El caballero de la oscuridad asintió lentamente.
—Entonces supongo que no debería desperdiciar mis fuerzas hablando contigo, ya que no me sirves de ayuda. Me limitaré a esperar a que me encuentren los otros miembros de mi garra. —Desenroscó el tapón del odre y bebió otro sorbo de agua. Miró con expresión afligida al Dragón que le aprisionaba las piernas. Parecía estar tan apenado por la muerte de la criatura como frustrado por lo apurado de su situación.
—¿Tus amigos están a menos de un día de vuelo de aquí? —A juzgar por las heridas que tenía el caballero, quizá no sobreviviría hasta el día siguiente. La dríada sabía que su árbol tampoco.
—¿Por qué te importa? —replicó el caballero de la oscuridad mientras volvía a enroscar el tapón del odre.
—Tus heridas son tan graves que no creo que lleguen a tiempo —explicó la dríada.
Con la mano izquierda, el caballero señaló hacia sus piernas.
—Tengo las piernas aplastadas, pero no sangro.
—Pero te estás asando bajo este sol. Aún faltan varias horas para que caiga la tarde —comentó la dríada.
—Y tengo agua suficiente para aguantar hasta entonces —dijo el caballero apretando los dientes—. Y ya basta de tu incesante parloteo. Déjame tranquilo.
—No puedo. Mi árbol se está muriendo. Necesito con desesperación la poca agua que tienes para devolverle la salud —argumentó ella.
El caballero se dejó caer de espaldas.
—¿No creerás que esta bolsa de agua le devolverá la vida a tu árbol? Además, yo la necesito más. Debo sobrevivir hasta que me encuentre mi garra —replicó él.
La dríada apoyó la frente en las palmas de sus manos abiertas. El calor era cada vez mayor. Si lograba que el caballero le diera el odre, todo volvería a ir bien. Su árbol viviría y ella se recuperaría a su sombra.
—El agua curará a mí árbol —dijo, desafiante—. Tú eres el que está prácticamente muerto. Esa garra de la que hablas nunca te encontrará entre la desolación de esta tierra.
—Basta, dríada. Tengo que descansar y tus palabras no me hacen ningún bien —declaró el caballero, con voz a un tiempo enojada y cansada.
La dríada inclinó la cabeza.
—Por lo poco que sé de los humanos, creo que sería una locura por tu parte dormirte con las heridas que has sufrido, el golpe en la cabeza…
—¿En serio? ¿Y por qué lo crees?
Ella estuvo a punto de echarse a reír al comprobar que el hombre seguía respondiéndole a pesar de haberle dicho que se callara.
—Hace muchas estaciones, cuando aún había tres lunas en el cielo, un humano vestido de una guisa semejante a la tuya cruzó mi bosque. Llevaba una indumentaria de metal parecida, pero no lucía los mismos dibujos que tú, esas calaveras y lirios. Conservaba el yelmo en la cabeza, pero sin una de las alas metálicas, y estaba muy abollado. —Hizo una pausa para comprobar que él le prestaba atención—. Deambulaba sin rumbo fijo, a todas luces aturdido por algo. Vi que se sentaba y reclinaba la espalda contra un árbol, no muy lejos de aquí, y entonces se durmió. A la mañana siguiente, cuando mandé una sílfide a ser cómo estaba, descubrió que el humano había muerto durante el sueño.
—¿Tenía alguna otra herida? —preguntó el caballero tras unos largos instantes. La dríada temió que el sueño se lo hubiera arrebatado durante un par de minutos—. ¿Y qué es una sílfide? —añadió.
Ella decidió contestar primero la segunda pregunta.
—Las sílfides parecen elfos pequeños, salvo porque tienen alas y están hechas de magia y aire. Y en cuanto a las heridas, el humano estaba cubierto de pies a cabeza de metal, menos la cara, así que no lo sé —reconoció—. Durante la estación siguiente vino una hembra kender y se encontró al humano. Para entonces, la naturaleza ya había reclamado lo suyo, por lo que la kender sólo descubrió un esqueleto y el metal. Se llevó los restos que quedaban a rastras, a través del bosque.
El caballero refunfuñó, divertido:
—Así, incluso tú has sufrido la presencia de los kenders, ¿eh?
—Vienen por aquí de vez en cuando —admitió la dríada—. Nunca han intentado destruir este bosque, como a menudo hacéis los humanos.
—Siento discrepar —replicó el caballero. Volvió a incorporarse apoyándose en el codo derecho para escrutar a su interlocutora—. Incluso los kenders cortan árboles para despejar el terreno y cultivar los campos.
La dríada se encogió de hombros.
—Aquí nunca lo han hecho.
—Quizá sea así. —La miró fijamente unos instantes—. Si estás tan aislada como parece, ¿cómo sabes que los kenders son kenders y no sólo humanos bajitos? Es más, ¿cómo sabes algo sobre los humanos?
«Si sigo contestando a sus preguntas —pensó la dríada—, quizá me dé más agua para mi árbol».
—Mi árbol ha vivido centenares de estaciones. Poco después de germinar, me engendró a mí. Con el paso de las estaciones, he visto muchas formas de vida distintas. La mayoría, animales del bosque; pero he conocido a humanos, kenders, elfos e incluso a esos seres barbudos que se llaman enanos. Siempre intento prestar atención y aprender cómo es el mundo que me rodea —concluyó—. Y ahora, te lo pregunto de nuevo: ¿me das tu agua? Tú no vivirás más allá del ocaso y yo le daré un buen uso, no lo dudes.
El caballero soltó un bufido y luego forcejeó con el tapón del odre para abrirlo otra vez.
—De acuerdo, te daré otro tapón de agua, pero será mejor que te lo bebas tú. Nada de derramarla sobre tu árbol muerto.
—Le ofreció el tapón extendiendo una mano temblorosa.
La dríada lo cogió y lo vertió deliberadamente sobre la raíz.
—¿No comprendes cómo actúa la naturaleza, humano? Yo nací de este árbol. Si consigo salvarlo, ayudaremos a este bosque a recuperar su estado normal. —Le devolvió el tapón. Esta vez, sus dedos se rozaron brevemente debido al temblor de la mano del caballero de la oscuridad, que le arrebató el tapón y rápidamente tapó el odre.
—¿Cómo puede tu estúpido árbol muerto salvar lo que queda de este bosque? —preguntó el humano con rudeza.
No le gustaba que se notase su debilidad, comprendió la dríada.
—Nunca hay que subestimar el poder de la naturaleza. Las sequías vienen y van, aún si son tan malas como ésta. Si consigo que mi árbol dure una semana más, o incluso un día más, quizá gane tiempo para que vuelva a llover.
—Me parece que no te has dado cuenta de lo que ha venido sucediendo por aquí en los últimos años —declaró el caballero con un matiz divertido en la voz—. Los dioses han dejado Krynn a nuestro cargo. Han venido grandes Dragones a hacerse con el control de las tierras. En algunos lugares, la propia tierra está cambiando para amoldarse al poder de esos Dragones. Es probable que, en este mismo momento, estés sentada en el territorio de algún Dragón, incapaz de hacer frente a lo que ocurre.
La dríada quería apartar la vista de los avasalladores ojos del caballero, pero no podía amilanarse precisamente ahora. Percibió cierta agitación en el fondo de su mente, lo que le indicó que esta vez su amado árbol sí había aprovechado el hilillo de agua.
—Si tal es el caso, que así sea —empezó a decir, alzando la voz—. De todos modos, estoy convencida de que vas a morir y que tu sangre regará la tierra sobre la que Yaces. Eso solo ya podría ayudar a mi árbol durante varias horas. Sin embargo, no bastará. Lo que de verdad necesito es tu agua antes de que mueras. Tu sacrificio permitiría que la tierra florezca de nuevo. Piensa en eso mientras el sol levanta ampollas en tu piel enrojecida y lo que llamas tu garra vuela en otra dirección, sin haberse percatado ni siquiera de tu ausencia. Piensa en eso cuando tu último aliento te abandone y comprendas que podías haberte procurado un lugar umbrío donde tu cuerpo descansaría para toda la eternidad. Piensa en eso cuando comprendas que tu egoísmo ha privado de esperanza al resto del mundo. Esperanza de vida. Esperanza de futuro. Los humanos conocéis la esperanza, por lo menos la corrompida esperanza de conseguir tierras, posesiones y todo lo que os es preciado.
El silencio siguió a aquellas duras palabras. La dríada agachó la cabeza y deseó ser capaz de llorar, porque sus lágrimas no eran saladas y podrían ayudar a su árbol a vivir más tiempo. Era evidente que había fracasado y el caballero de la oscuridad había preferido no hacerle caso hasta que volviera a desmayarse…, si es que no se había desmayado ya.
—Piensa lo que quieras, dríada, pero yo tengo mis propias creencias y mis propias metas que alcanzar —dijo finalmente el hombre—. Cuando me convertí en caballero de la oscuridad, tuve una Visión de lo que mi Reina deseaba de mí. Esa Visión hablaba de batallas ganadas en su nombre. Nunca dijo que yo debía entregar mi única esperanza de supervivencia a un espíritu de la naturaleza que se sienta al lado de un árbol muerto. En cuanto a mis compañeros caballeros vengan a rescatarme de debajo de mi Rayo, me curaré y volveré a cabalgar hacia la victoria para Takhisis.
La dríada levantó la cabeza y contempló la expresión del herido. Adivinó en ella dolor y sentido del deber.
—Así, las esperanzas que tienes depositadas en el futuro difieren de las mías, humano —murmuró, tras lo cual suspiró— Siempre me ha parecido que los humanos estáis demasiado decididos a saliros con la vuestra. No os tomáis el tiempo de mirar a vuestro alrededor y comprender que otros seres pasan también por la vida. Nunca pensáis que los arboles realizan su labor proporcionándoos sombra o que deberíais agradecer a los pájaros que gorjearan sobre vuestras cabezas. Si no hubiera árboles ni pájaros, no podrías alcanzar esas metas que tu señora te ha impuesto.
El caballero volvió a dejarse caer de espaldas, reprimiendo un gemido de dolor. «Pese a lo colorado que está por efecto del sol, se adivina que está pálido —pensó la dríada—. Debe de tener una hemorragia».
—¿Y ésos son los pájaros de los que hablabas? —preguntó el hombre, en cuanto se hubo acomodado.
Ella alzó la vista y divisó unos buitres que volaban en círculo sobre ellos.
—Incluso los carroñeros sirven a un propósito, caballero.
—Sí, se comen la carne de los caídos. Mi garra suele darles caza. Son bestias inmundas, siempre planeando sobre el campo de batalla —afirmó en tono airado—. Supongo que vienen a por Rayo. Ojalá tuviera a mano mi ballesta.
La dríada suspiró y meneó la cabeza.
—Si alguien no se comiera a los muertos, estaríamos rodeados de cadáveres.
—¿Entonces no te importa? —preguntó el caballero, intentando sacarla de quicio—. No te importa que te arranquen trozos de carne, que se peleen por tus despojos. ¿No te mortifica? —Se rió sin ganas—. Los buitres son seres repulsivos que se ceban en aquellos cuya muerte debería honrarse de un modo más apropiado. Sé de un compañero caballero que llevaba un anillo de familia que quería dejar en herencia a su hija. El anillo había pasado de generación en generación desde antes del Primer Cataclismo. Lucía el símbolo del jabalí, en homenaje a un suceso que proporcionó grandes honores a su familia. Al parecer, un gran jabalí había estado a punto de destripar a un miembro de la nobleza de Ergoth y el antepasado de aquel hombre le salvó la vida matando al jabalí, con lo cual se ganó la gratitud de la aristocrática familia. Desde entonces era una herencia que pasaba de primogénito a primogénito. Sin embargo, por culpa de unos buitres, no pude recuperar el anillo del cadáver del caballero y mandárselo a su hija. Los buitres debieron comérselo antes de que yo llegara al lugar.
La dríada meditó sobre la historia unos momentos.
—Para empezar, haces mucho hincapié en los vínculos del honor —respondió al cabo. Una expresión irritada asomó al rostro del hombre—. En segundo lugar, si yo muero lejos de mi árbol, es justo que mi cuerpo pase a formar parte del ciclo de la vida —dijo con calma—. No obstante, mi intención es volver a introducirme en mi árbol antes de morir.
—¿Y si tu árbol muere contigo dentro? ¿Qué pasará entonces?
La dríada observó que los buitres se posaban en el suelo, a unos metros de distancia.
—Mi cuerpo deja de existir cuando me integro en mi árbol —dijo con aire ausente. Dirigió al hombre una incisiva mirada—. ¿Te sientes insultado por mi sinceridad?
El caballero negó con la cabeza, débilmente.
—Decir la verdad es un rasgo admirable. No me siento insultado si pregunto algo y tú me respondes sinceramente. Al hacer la pregunta, me expongo tanto a las falsedades como a las verdades. Aunque una falsedad puede hacerme sentir más cómodo, prefiero oír la verdad. Así sé a qué atenerme.
La dríada se volvió hacia los buitres que se iban congregando.
—Yo prefiero decir siempre la verdad cuando es posible. Pero he descubierto que los humanos adoptan a menudo comportamiento exactamente contrario. Al menos eso es lo que he visto que ocurre con aquellos que han hablado conmigo.
El caballero frunció el ceño.
—No has hablado con muchos caballeros, ¿verdad? Aunque servimos a una señora del Mal, nuestro honor requiere sinceridad.
La dríada sonrió irónicamente.
—Entonces la verdad no puede ofenderte.
«El calor del sol ha debido afectarme —pensó. Se examinó la piel. Se veía tan seca y muerta como el paisaje circundante—. No sobreviviré mucho más. Ni mi árbol tampoco».
—No, no puede —convino el hombre. Ya no sudaba, pero debería, se dijo la dríada.
Los buitres se acercaron a saltitos. Se iban aproximando lentamente. Si nada los importunaba, seguirían arrimándose hasta que pudieran desgarrar la carne del Dragón Azul. El de Plata le había rajado el costado y abierto una gran herida que facilitaría las cosas a las aves carroñeras.
—Si mueres aquí porque tu garra no se presenta, como tú insistes en que hará, ¿no habrás mancillado tu honor mintiéndote a ti mismo? —preguntó cautelosamente la dríada.
El hombre permaneció en silencio unos segundos antes de contestar. Para la dríada, el tiempo se alargaba de una forma exasperante. «Me estoy muriendo lentamente», pensó.
—Mi garra volaba justo delante de mí cuando el Dragón de Plata y su jinete me tendieron la emboscada —desveló el caballero—. Libramos un feroz combate en los cielos, pero Rayo fue malherido por la lanza del otro jinete. Después, el Dragón de Plata despanzurró a mi Rayo y ambos caímos irremediablemente —dijo. Ahora su voz tampoco era mucho más que un susurro, pensó la dríada.
—¿De modo que el resto de tu garra se marchó volando y confían en que ya los alcanzarás? ¿Cómo crees que sabrán dónde venir a buscarte?
El caballero suspiró.
—Saben qué rumbo llevábamos. Pueden calcular dónde me quedé atrás. De hecho, deberían estar aquí dentro de poco.
—¿Estás seguro de que no te estás engañando a ti mismo? —inquirió la dríada con voz débil—. ¿Y no mancillas tu honor si cuentas una falsedad, aunque sea a ti mismo?
—En eso no había pensado —admitió él—. Tendría que responder que sí. —Se incorporó lentamente hasta adoptar una postura que le permitiera beber un sorbo de agua del odre. Cuando terminó, estuvo a punto de caer de nuevo, retorciéndose de dolor.
—¿Y tú? ¿Te mientes a ti misma cuando dices que este odre ayudará a vivir a tu árbol y al resto de este bosque?
—Quizá no al bosque. Pero el árbol —respondió ella—, el árbol tiene poderes extraordinarios. Posee la magia suficiente para darme vida a mí. No me cabe duda de que si sacrificas tu agua ayudarás a que el árbol reviva. Y si mi árbol vive y crece, quizás otros lo sigan…, incluso ante tus grandes Dragones y su magia destructiva.
Ambos guardaron silencio, sin dejar de contemplar a los buitres que se aproximaban cada vez más a su festín. Justo cuando estaban a punto de desaparecer de la vista y atacar la herida abierta del Dragón, la dríada hizo un esfuerzo, apeló a sus últimas reservas y se puso de rodillas para gritar con toda la fuerza que le quedaba:
—¡Heeeeeyaaaaah!
Las aves, sobresaltadas, desplegaron las alas y se dispersaron para posarse a corta distancia. El caballero también dio un respingo y se volvió para mirar a la dríada. Ella se dejó caer al suelo y se tumbó, exhausta.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó el caballero con voz calma.
La dríada se encogió de hombros. Aunque su vínculo con el árbol se había reforzado ligeramente con las reducidas dosis de agua, estaba demasiado débil para hablar.
—Toma, bebe un poco de agua. —El caballero le tendía otro tapón lleno del líquido. La mano le temblaba más que antes y parte del líquido cayó al suelo. La dríada alargó la suya muy despacio y cogió el tapón. Inmediatamente roció las raíces de su árbol y devolvió el tapón. Al instante se sintió un poco mejor. Poco a poco, volvió a levantarse hasta quedarse sentada. El caballero la miraba, intrigado.
—¿Por qué has ahuyentado a los buitres? —volvió a preguntar.
Ella se encogió de hombros.
—No les tenías ningún aprecio.
—Después de tu discursito sobre cómo forman parte de un ciclo natural, ¿por qué has decidido ahuyentarlos? —preguntó el hombre—. Debes de tener una razón. —Parecía cansado—. Sólo lo has hecho para conseguir más agua, ¿verdad?
A la dríada le dolía la cabeza. El sol ya estaba bien alto en el cielo, el calor estaba en su cénit.
—Ya que prefieres la verdad, debo contestar «sí» a tu pregunta.
El rostro del caballero expresaba sus dudas, de modo que la dríada miró más allá de él y advirtió que los buitres volvían a acercarse.
—Observa los buitres —dijo—. Casi me he quedado sin energía, luego te quedarás solo. —El hombre la miró consternado—. ¿Creías que yo viviría más tiempo que tú, caballero? Para eso necesitaría mucha más agua —indicó, con una voz que apenas era un ronco jadeo.
—Estás en mejor estado que yo —la contradijo el hombre con indiferencia—. Venga, siéntate bien y hablemos. Tú lo has dicho: si me duermo, quizá no vuelva a despertar.
La dríada esbozó una sonrisa.
—Me temo que ya no puedo seguir hablando. Soy yo quien debe quedarse dormida y no volver a despertar.
Permanecieron sentados en silencio un rato, mientras el caballero sopesaba la revelación. El sol caía implacable sobre sus cabezas. El caballero parecía debatirse en medio de algún dilema. Inclinó el torso hasta que su rostro estuvo muy cerca del suelo. Si volvía el rostro y mantenía los ojos abiertos, aún podía ver al hombre.
Finalmente, él la miró.
—Dríada —la llamó alzando la voz todo lo que pudo. Ella tenía los ojos cerrados—. ¿Dríada? ¡Te daré un poco más de agua! —gritó.
«Demasiado tarde», pensó ella, antes de perder el conocimiento.
Poco después notó una inyección de fuerzas. Levantó la cabeza. El cielo se oscurecía con el crepúsculo.
—¿Caballero? ¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó. No recibió respuesta. Dirigió la vista hacia el lugar donde yacía el hombre. Había agachado la cabeza y extendido el brazo. Su mano aferraba un odre de agua vacío. Curiosamente, ya no había buitres por los alrededores.
La dríada se volvió hacia su árbol y vio que luchaba por revivir y que lo conseguía hasta cierto punto.
—Ese hombre ha muerto con honor —susurró mientras se ponía en pie. La comprensiva reacción de su árbol era una mezcla de pena y esperanza.