Cuando
la noticia llegó, él estaba construyendo un palacio y le faltó tiempo para
apartar los ladrillos de dos patadas, así que dejó que la nodriza recogiera el
resto. Porque la noticia era algo verdaderamente importante.
Al principio no fue más que el
timbre de la puerta y voces en el vestíbulo, y Leonardo pensó que era el hombre
del gas que venía a ver por qué no funcionaba. (Y no funcionaba desde el día en
que Leonardo se hizo un columpio atando la cuerda de saltar a la tubería).
Pero, de repente, la nodriza entró y dijo:
—Señorito Leonardo, han venido
a buscarte para hacerte rey.
Y, rápidamente, le quitó la
ropa de casa, le lavó la cara y las manos, le peinó y, mientras se sentía
zarandeado de un lado para otro, el pobre no paraba de decir:
—Ya está bien, nodriza. Si ya
tengo las orejas bastante limpias. Déjame el pelo, que ya está bien. ¡Déjame
ya!
—Estate quieto. Cualquiera
diría que te van a hacer anguila en vez de rey —dijo la nodriza.
En cuanto la nodriza se
distrajo un segundo, Leonardo se escabulló sin esperar siquiera a que le diera
un pañuelo limpio, y en el cuarto de estar se encontró con dos caballeros muy
serios que llevaban puestas unas capas rojas con vueltas de piel y unas coronas
de oro con terciopelo rojo por arriba, que le recordaban a uno esas tartas tan
caras cubiertas de crema.
Al aparecer Leonardo le
saludaron con una reverencia, y el más serio de los dos le dijo:
—Señor, vuestro
ta-ta-ta-ta-tarabuelo, el rey de este país, ha muerto, y vos tenéis que ser
ahora el rey.
—Pues muy bien —dijo Leonardo—.
¿Cuándo empezamos?
—Seréis coronado esta tarde
—dijo el caballero que era un poco menos serio que el otro.
—¿Queréis que vaya con la
nodriza, o me vais a venir a buscar? ¿Y tengo que ponerme el traje de
terciopelo con encaje? —preguntó Leonardo, que era muy sociable y recibía
muchas invitaciones a fiestas.
—Más tarde llevarán a la
nodriza a palacio. No, no hace falta que os cambiéis de traje, porque el manto
real lo cubrirá por completo.
Los dos caballeros tan serios
le llevaron a una carroza tirada por dos caballos blancos, que estaba parada
delante de la casa donde vivía Leonardo, el número siete, a la izquierda de la
calle, según se sube. En el último momento, Leonardo echó a correr escaleras
arriba, le dio un beso a la nodriza y le dijo:
—Gracias por lavarme. Perdona
que no te dejara lavarme la otra oreja. No, ahora no da tiempo. Adiós, nodriza.
—Adiós, lucero mío —dijo la
nodriza—. Que seas un buen rey, y que no te olvides de pedir las cosas por
favor, y que les pases el pastel a las niñas, y que no te sirvas más de dos
veces.
Y así fue cómo Leonardo se
dirigió a que le hicieran rey. En realidad, nunca se había hecho demasiadas
ilusiones de llegar a ser rey algún día; más o menos como cualquiera de
vosotros, así es que la situación era de lo más inesperada. Mientras la carroza
atravesaba la ciudad tuvo que morderse la lengua varias veces para asegurarse
de que no estaba soñando.
Media hora antes estaba tan
tranquilo en el cuarto de jugar, haciendo construcciones de ladrillos. Sólo
media hora antes… y ahora las calles estaban llenas de banderas, y en todas las
ventanas había gente agitando los pañuelos y tirando flores. A lo largo de las
calles había soldados vestidos de rojo y las campanas de las iglesias repicaban
como locas, como si fueran el acompañamiento de una canción cuya letra, coreada
por los gritos de miles de personas, fuera:
—¡Viva el rey Leonardo! ¡Viva
nuestro rey!
Por un momento pensó que
hubiera debido ponerse el traje de fiesta, pero enseguida se le olvidó y no lo
pensó más. Si en vez de ser niño hubiera sido una niña, no hubiera pensado en
otra cosa en todo el tiempo.
Por el camino, los dos
caballeros serios, que eran el Canciller y el Primer Ministro, le fueron
explicando las cosas que no comprendía.
—Y yo que creía que éramos una
República —dijo Leonardo—. Como hace tanto tiempo que no teníamos un rey…
—Señor, vuestro
ta-ta-ta-ta-tarabuelo murió cuando mi padre era un niño —dijo el Primer
Ministro— y desde entonces vuestros leales súbditos han estado ahorrando para
compraros una corona; ya sabéis, tanto a la semana, según a las posibilidades
de cada uno, desde seis peniques para los que disfruten de una posición
desahogada hasta medio penique para los económicamente más débiles. Según la
tradición, la corona tiene que ser costeada por el pueblo.
—Pero mi ta-ta-ta, y yo qué sé
cuántos más, abuelo tenía ya una corona, ¿no?
—Sí, pero era una corona de
oro, y entonces él la mandó platear porque le parecía demasiado ostentosa, y le
mandó quitar las piedras preciosas y las vendió para comprar libros. Era un
hombre la mar de raro. No es que fuera mal rey, pero tenía una debilidad: le
encantaban los libros. Cuando mandó a platear la corona estaba ya muy enfermo…
y no vivió para pagar la factura del plateador.
Al llegar aquí el Ministro se
enjugó una lágrima. En aquel momento la carroza se paró, y Leonardo se bajó
para que lo coronasen.
Eso de que lo coronen a uno es
mucho más pesado de lo que la gente piensa, y cuando terminó todo, Leonardo
estaba cansadísimo de haber tenido que estar aguantando el manto real y de
dejarse besar la mano por todos los que se la tenían que besar. Llevaba así dos
horas y estaba hecho polvo, de modo que se puso contentísimo cuando pudo volver
al cuarto de jugar.
Allí estaba la nodriza, que le
había preparado el té: pasteles de ajonjolí y tarta de ciruela, tostadas con
mantequilla y mermelada, y el juego de té más bonito del mundo, con flores rojas
y azules y borde de oro, y té del bueno, y se podía repetir de todo todas las
veces que uno quisiera.
Después del té dijo Leonardo:
—Me gustaría leer un poco.
¿Quieres darme un libro, nodriza?
—Mira qué rico —dijo la
nodriza—. ¿Es que desde que eres rey se te ha olvidado para qué sirven las
piernas? Anda, guapo, levántate y tráete los libros tú mismo.
Y Leonardo se levantó y se fue
a la biblioteca. Allí estaban el Primer Ministro y el Canciller, que le
hicieron una profunda reverencia, y estaban a punto de preguntarle qué es lo
que había ido a hacer allí, cuando Leonardo exclamó:
—¡Uy, cuantísimos libros! ¿Son
suyos?
—Son vuestros, Majestad
—contestó el Canciller—. Eran propiedad del difunto rey, vuestro ta-ta-ta…
—Sí, ya sé —interrumpió
Leonardo—. Bueno, pues me los voy a leer todos. Me encanta leer. Estoy
contentísimo de haber aprendido a leer.
—Yo me atrevería a recomendar a
Vuestra Majestad —insinuó el Primer Ministro— que no se acercase a esos libros.
Su ta-ta-ta…
—Sí —cortó Leonardo—, ¿qué
pasaba con él?
—Era un rey muy bueno. Era
realmente un rey magnífico, a su manera, aunque resultaba un poquito… digamos
raro.
—¿Es que estaba loco? —preguntó
Leonardo.
—Oh, no, no, nada de eso —se
apresuraron a asegurar los dos caballeros—. De loco, nada. Más bien demasiado
inteligente, si Vuestra Majestad nos permite la expresión. Por eso no queremos
que nuestro rey tenga nada que ver con sus libros.
Leonardo estaba hecho un lío.
—En realidad —continuó el
Canciller, que, de nervioso que estaba, se puso a hacerse tirabuzones con la
barba—. En realidad, a su ta-ta-ta…
—Sí, sí, continúe, por favor.
—… le llamaban «El Mago».
—¿Y no lo era?
—Claro que no. Con lo buen rey
que era su ta-ta-ta…
—Sí, sí.
—Pero yo no tocaría sus libros.
—Este nada más —dijo Leonardo,
echando mano de un gran libro marrón que había sobre la mesa. Era de cuero con
dibujos dorados en la cubierta, y dos grandes cierres de oro con turquesas y
rubíes, y esquineras de oro para que el cuero no se desgastase.
—Éste lo tengo que ver —dijo
Leonardo muy decidido. Y es que había visto en la tapa, en grandes letras
doradas, un letrero que decía: El libro de los animales.
El Canciller le dijo:
—Majestad, no lo hagáis.
Pero Leonardo había soltado ya
los cierres, y abrió el libro por la primera página. Apareció allí una preciosa
mariposa roja, amarilla y azul, tan bien pintada que parecía que estaba viva
enteramente.
—¡Qué preciosidad! —exclamó
Leonardo—. ¿Por qué…?
Pero, mientras hablaba, la
bellísima mariposa agitó sus alas de colores en la página amarillenta del
libro, se echó a volar y salió por la ventana.
—¡Bueno! —exclamó el Primer
Ministro cuando pudo recuperar la voz, porque se le había hecho un nudo en la
garganta que por poco se ahoga—. Nadie puede negar que esto es magia pura.
Pero antes de que hubiese
terminado de hablar, el rey había pasado la página y había aparecido un
maravilloso pájaro azul, de plumas resplandecientes. Debajo del grabado ponía:
«Ave Azul del Paraíso», y cuando el rey estaba mirando, encantado, el hermoso
dibujo, el pájaro agitó también sus alas desde la página amarillenta y se echó
a volar desde el libro.
Entonces el Primer Ministro le
quitó el libro al rey de un tirón, lo cerró y lo puso en el estante más alto de
la biblioteca. Y el Canciller le dio al rey un buen zarandeón y le dijo:
—Sois un rey muy malo y muy
desobediente —y se notaba que estaba muy enfadado.
—No he hecho nada de malo
—refunfuñó Leonardo. Le molestaba mucho que le zarandeasen, como a casi todos
los niños. Prefería que le diesen una torta.
—¿Nada de malo? —dijo el
Canciller—. ¿Cómo podéis saberlo? Ahí está el problema. ¿Cómo podéis saber lo
que viene en la página siguiente? Lo mismo puede haber una serpiente que un
gusano, o un ciempiés, o un anarquista, o algo por el estilo.
—Siento mucho haberle hecho
enfadar —dijo Leonardo—. Venga, deme un beso y sigamos siendo tan amigos.
Y se dieron un beso y se
pusieron a jugar a «Tres en raya», tan amigos, mientras el Primer Ministro se
ponía a trabajar en sus cuentas.
Pero aquella noche Leonardo no
podía dormir, pensando continuamente en el libro, y cuando la luna brillaba en
todo su esplendor se levantó y se fue de puntillas a la biblioteca. Trepó al
estante más alto y cogió El libro de los animales.
Lo sacó a la terraza, donde a
la luz de la luna se veía como si fuera de día, lo abrió, y vio las páginas
vacías con los letreros de «Mariposa» y «Ave Azul del Paraíso». Pasó la página
y vio allí una especie de cosa roja sentada debajo de una palmera. El letrero
decía «Dragón», pero el dragón no se movía. El rey cerró el libro a toda prisa
y se volvió a la cama.
Pero al día siguiente no pudo
resistir la tentación de echarle una miradita y se llevó el libro al jardín.
Cuando soltó los cierres de rubíes y turquesas, el libro se abrió sólo por la
página donde estaba el dragón, y el sol dio de lleno sobre el grabado. De
repente, el gran dragón rojo se salió del libro, extendió sus inmensas alas
escarlata y alzó el vuelo por encima del jardín hacia las lejanas colinas.
Leonardo
se quedó sólo con la página vacía. Bueno, vacía no: medio vacía, porque todavía
quedaban la palmera verde, el desierto amarillo y unas cuantas pinceladas de
rojo que se habían salido del dibujo del gran dragón.
«Buena la he hecho», pensó
Leonardo. No hacía ni veinticuatro horas que le habían hecho rey y ya había
soltado un dragón rojo, poniendo en peligro la vida de sus súbditos. Ellos, que
habían estado ahorrando penique a penique para comprarle una corona. Entonces
Leonardo se echó a llorar.
El Canciller, el Primer
Ministro y la nodriza vinieron corriendo a ver qué pasaba. Cuando vieron el
libro abierto lo comprendieron todo, y el Canciller dijo:
—¡Qué rey más malo! Mándelo a
la cama sin cenar, nodriza, para que se dé cuenta de lo que ha hecho.
—Quizá, señor —dijo el Primer
Ministro—, deberíamos primero averiguar qué es exactamente lo que ha hecho.
Entonces Leonardo, hecho un mar
de lágrimas, explicó:
—Es un dragón rojo, y se ha ido
volando a las colinas. Y lo siento muchísimo y os pido perdón.
Pero el Primer Ministro y el
Canciller tenían cosas más importantes que hacer que pararse a pensar si
perdonaban o no a Leonardo. Por el momento, salieron corriendo a consultar a la
Policía a ver qué podía hacerse. Todo el mundo hizo lo que pudo: se organizaron
comités, se formaron turnos de vigilancia, se pusieron centinelas para avisar…
pero el dragón se había quedado en las colinas, así es que no pudieron hacer
nada.
La fiel nodriza, mientras
tanto, no había olvidado sus obligaciones: le dio un buen cachete al rey y le
metió en la cama sin cenar y, cuando oscureció, ni siquiera le llevó una vela
para que pudiera leer.
—Eres un rey muy malo —le
dijo—. Y no te querrá nadie.
Al día siguiente el dragón
tampoco se presentó, aunque algunos de los súbditos de Leonardo que disfrutaban
de una vista especialmente aguda llegaron a afirmar que habían visto, entre los
árboles, el resplandor rojizo de sus alas.
Leonardo se puso la corona, se
sentó en el trono y dijo que quería hacer algunas leyes.
No tengo que deciros que aunque
ni el Primer Ministro, ni el Canciller, ni la nodriza, tenían una gran opinión
del buen juicio de Leonardo (a veces incluso le daban algún que otro cachete y
le mandaban a la cama sin cenar), no dejaban de reconocer que en el momento en
que se sentaba en el trono y se ponía la corona se volvía infalible (lo cual
quiere decir que todo lo que decía estaba bien dicho y que nunca se
equivocaba). Así es que dijo:
—Hago una ley que prohíbe a la
gente abrir libros en el colegio o en cualquier otro sitio —y aquí contó con el
apoyo de por lo menos la mitad de sus súbditos, mientras que la otra mitad (las
personas mayores, claro) hizo como si creyera que tenía razón.
Después hizo una ley ordenando
que todo el mundo tuviese siempre lo suficiente para comer. A todo el mundo le
gustó mucho esta ley, menos, naturalmente, a los que siempre habían tenido
demasiado.
Y después hizo unas cuantas
leyes más, todas igual de buenas, y las mandó escribir, y luego se fue a casa a
hacer flanes de arena y lo pasó estupendamente. Y le dijo a la nodriza:
—La gente me querrá mucho,
ahora que he hecho tantas leyes buenas.
Pero la nodriza le contestó:
—No cantes victoria demasiado
pronto, lucero mío, que todavía no has terminado con el dragón.
Al día siguiente era sábado y,
de repente, por la tarde, el dragón apareció por el prado en toda su espantosa
rubicundez y arrasó el campo de fútbol, con árbitros, jueces de línea,
porterías y todo lo demás. La gente se puso furiosa y dijo:
—Más nos hubiera valido ser una
República. Qué lástima del dinero que hemos estado ahorrando todos estos años
para comprar la corona…
Y los enterados movieron a la
cabeza y pronosticaron un negro futuro a la Liga para el Fomento del Deporte.
En realidad, después de aquello, el fútbol tardó mucho tiempo en volver a
hacerse popular.
Durante aquella semana Leonardo
hizo todo lo que pudo para demostrar que era un buen rey, y la gente casi le
había perdonado que hubiera dejado salir al dragón del libro.
—Después de todo —decían—, el
fútbol es un juego peligroso y quizá sea mejor no animar a la gente a que lo
practique.
La opinión popular mantenía que
los futbolistas, que eran bastante brutos, habían tenido un encuentro tan
desagradable con el dragón que el pobre bicho se había ido a un sitio donde
sólo se jugaba a la china y a otras cosas por el estilo, que son juegos
pacíficos que no le vuelven a uno tan animal.
De todas maneras, el Parlamento
se reunió el sábado por la tarde, a una hora en que la mayoría de los Miembros
pudiese asistir, para tratar del asunto del dragón. Por desgracia, el dragón,
que sólo estaba durmiendo, se despertó porque era sábado y se dirigió al
Parlamento. Un poco después, sólo quedaban unos cuantos Miembros. Se intentó
reunir otro Parlamento, pero ser Miembro del Parlamento se había convertido ya
en algo tan impopular como ser futbolista y nadie quería resultar elegido, así
es que se las tuvieron que arreglar sin Parlamento.
Al llegar el sábado siguiente,
todo el mundo estaba un tanto nervioso, pero ese día el dragón se encontraba
muy tranquilo y sólo se comió un Orfelinato.
El pobre Leonardo lo estaba pasando
muy mal. Comprendía que había sido su desobediencia la causa del problema del
Parlamento, y del Orfelinato, y de los futbolistas, y pensaba que no tenía más
remedio que hacer algo. Pero ¿qué podía hacer?
El ave azul que había salido
del libro solía cantar en la rosaleda de palacio, y muy bien por cierto, y la
mariposa era muy sociable y se le posaba en el hombro cada vez que salía al
jardín. Por eso Leonardo pensó que no todo lo que salía de El
libro de los animales eran monstruos como el dragón, y se dijo:
«¿Y si sacara del libro un
animal que pudiera luchar contra el dragón?».
De modo que cogió El libro de los animales y se fue con él a la rosaleda, y
miró la página siguiente a la del dragón. La miró sólo un poquito, abriendo una
rendijita para ver qué clase de animal venía y cómo se llamaba. Sólo pudo ver
el final del nombre: «cora», pero notó que, hacia el centro de la página, el
libro se hinchaba como si el animal quisiera salirse y lo cerró rápidamente, y
hasta se sentó encima para que no se le escapara. Después lo aseguró con los
cierres de rubíes y turquesas y mandó venir al Canciller, que, por haber estado
enfermo el sábado anterior, se había salvado de que el dragón se lo comiera
como a los demás Miembros del Parlamento. Y le preguntó:
—¿Conoce usted algún animal que
tenga un nombre que termine en «cora»?
Y el Canciller le contestó:
—Claro que sí: la mantícora.
—¿Qué clase de animal es la
mantícora? —quiso saber el rey.
—Es el enemigo jurado de los
dragones —dijo el Canciller—. Le gusta chuparles la sangre. Es un animal
amarillo, con cuerpo de león y cara de persona. Ojalá tuviéramos unas cuantas
mantícoras aquí. Qué mala suerte que la última muriera hace cientos de años.
Entonces el rey fue corriendo y
abrió el libro por donde estaba la palabra que terminaba en «cora», y allí
estaba el dibujo de la mantícora, amarilla, con su cuerpo de león y su cara de
persona, tal como había dicho el Canciller. Y debajo del dibujo estaba escrito
el nombre: «Mantícora».
Al cabo de unos minutos, la
mantícora, soñolienta, salió del libro frotándose los ojos con las manos y
maullando lastimeramente. Tenía un aire bastante estúpido, y cuando Leonardo le
dijo, empujándola suavemente: «Anda, venga. Vete a luchar contra el dragón»,
echó a correr con el rabo entre las piernas.
Fue a esconderse detrás del
Ayuntamiento y por la noche, mientras la gente estaba durmiendo, aprovechó para
salir y comerse todos los gatitos de la ciudad. Y cada vez maullaba más.
Y el sábado por la mañana,
cuando la gente se estaba preguntando si no habría peligro en salir a la calle,
o si harían mejor quedándose en casa dado que el dragón no parecía tener hora
fija para presentarse, la mantícora se dedicó a recorrer las calles; se bebió
todas las botellas de leche que el lechero había ido dejando a las puertas de
las casas y después se comió las botellas.
Acabando estaba la última
cuando apareció, en lo alto de la calle, el dragón, que venía a buscarla. La
mantícora se llevó un susto de muerte, porque resulta que no era de la clase de
las que luchan contra los dragones, y, como no encontró otro sitio más a
propósito, se escondió en el edificio de Correos.
Allí la encontró el dragón,
detrás de las sacas del correo de las diez, y las sacas no le sirvieron de
nada. Los maullidos se oían desde los rincones más apartados de la ciudad:
todos los gatitos y las botellas de leche que se había zampado parecían haberle
dado una fuerza especial a aquellos maullidos.
Después se hizo el silencio. La
gente, que empezó a asomarse cautelosamente por las ventanas, pudo ver al
dragón bajar las escaleras de Correos escupiendo, como de costumbre, fuego y
humo, pero esta vez, además, mechones del pelo de la mantícora y pedazos de
cartas certificadas. Las cosas se estaban poniendo muy, pero que muy feas,
porque por muy popular que el rey llegara a hacerse durante la semana, al
llegar el sábado el dragón siempre hacía alguna barrabasada que le indisponía
con sus súbditos.
El dragón
estuvo dando la lata durante todo el sábado, excepto al mediodía. Al mediodía
solía buscar un árbol para echarse una siestecita a la sombra, porque no le
convenía nada que le diese el sol mucho rato. Y es que había que ver el calor
que estaba haciendo aquel año.
Pero un sábado el dragón tuvo
el atrevimiento de llegar hasta el cuarto de jugar del rey y se comió su
caballito de madera. El rey se llevó un disgusto tan grande que no paró de
llorar en seis días: el caballo era su juguete favorito, y además tenía
balancín y todo. Al séptimo día estaba tan cansado que dejó de llorar. Cuando
oyó al pájaro azul cantar entre las rosas y vio a la mariposa revoloteando
entre los lirios, dijo:
—Nodriza, por favor, lávame la
cara. Ya no voy a llorar más.
La nodriza le lavó la cara y le
dijo que no fuera tonto.
—Con llorar nunca se arregla
nada.
—Pues no sé qué te diga —dijo
el rey—. Ahora que me he pasado una semana llorando me parece que veo mejor y
hasta que oigo mejor. Ahora sé que tengo razón. Anda, dame un beso, por si no
vuelvo más. Tengo que ir a salvar a mi pueblo.
—Bueno, si crees que tienes que
ir, vé. Pero no te mojes los pies ni te estropees la ropa.
—Vale —dijo el rey. Y se fue.
El pájaro azul estaba cantando
mejor que nunca, y la mariposa no había brillado nunca tanto como cuando
Leonardo se fue a la rosaleda con El libro de los animales.
Lo abrió muy deprisa, no le fuera a entrar el miedo y le hiciera cambiar de
opinión. El libro se abrió completamente, casi por la mitad: en la parte de
abajo de la página ponía «Hipogrifo», y antes de que Leonardo tuviera tiempo de
ver de qué se trataba, oyó un batir de alas, y un pisar de pezuñas, y un
relincho muy suave. Y del libro salió un maravilloso caballo blanco, con una
magnífica crin blanca, con una cola también blanca, larguísima, con unas
enormes alas parecidas a las alas de los cisnes, y con los ojos más dulces y de
mirar más cariñoso del mundo. Y se quedó allí, parado en medio de las rosas.
El hipogrifo frotó su rosado
hocico, suave como la seda, contra el hombro del rey, y el rey pensó:
«Si no fuera por las alas,
hubiera creído que era mi caballito de madera». (Y el pájaro azul siguió
cantando mejor que nunca).
De repente, el rey vio venir
por el cielo la mole inmensa, amenazadora y humeante, del dragón rojo. Pero él
ya sabía lo que tenía que hacer. Cogió El libro de los
animales y saltó a lomos del encantador hipogrifo, susurrándole al oído:
—Vuela, querido hipogrifo,
vuela lo más deprisa que puedas al Desierto Pedregoso.
Cuando el dragón les vio salir,
viró en redondo y voló tras ellos. Agitaba sus alas, que eran rojas como las
nubes del crepúsculo, mientras que las del hipogrifo eran blancas como las
nubes que acompañan al sol al amanecer.
Los habitantes del pueblo,
cuando vieron al dragón salir volando detrás del hipogrifo y del rey, salieron
todos de sus casas para no perderse nada del espectáculo, pero cuando les
perdieron de vista se pusieron en lo peor y empezaron a pensar en lo que se
pondrían para el luto real.
Sin embargo, el dragón no
conseguía alcanzar al hipogrifo. Las alas rojas, con ser más grandes que las
blancas, no eran tan fuertes, así es que el caballito siguió volando, volando,
volando, llevando siempre al dragón detrás, hasta que llegaron al Desierto
Pedregoso, que era algo parecido a una playa, sólo que en vez de arena tenía
piedras redondas, y no se veía un árbol, ni siquiera una brizna de hierba, en
varias millas a la redonda.
Leonardo se bajó del caballo en
el mismo centro del Desierto Pedregoso, y rápidamente soltó los cierres de El libro de los animales y lo dejó abierto sobre las
piedras. Echó otra vez a correr hacia su caballito, y, apenas había acabado de
montar, cuando llegó el dragón. Venía casi sin fuerzas y miraba
desesperadamente a su alrededor buscando un árbol, porque acababan de dar las
doce, el sol brillaba implacable en el cielo, redondo como una moneda de oro, y
no se veía una sombra por ninguna parte.
El caballito voló dando vueltas
alrededor del dragón, que se retorcía sobre las ardientes piedras. El pobre
estaba pasando un calor tan espantoso que incluso había empezado a echar humo,
y estaba convencido de que no iba a tardar mucho en echar llamas, a menos que
encontrase un árbol que le diese un poco de sombra. Alzó las zarpas
amenazadoramente hacia el rey y su hipogrifo, pero se encontraba demasiado
débil para alcanzarlos y, además, no quería hacer más esfuerzos para no
acalorarse más.
Entonces vio El libro de los animales abierto sobre las piedras, justo
por la página en que ponía «Dragón» en la parte de abajo. Lo miró, dudó, lo
volvió a mirar, y entonces, con un rugido desesperado, se escurrió hasta
meterse en el hueco de la página y se sentó debajo de la palmera. De lo
caliente que estaba, una esquinita de la página se chamuscó.
En cuanto Leonardo vio al
dragón guarecerse bajo la sombra de su palmera, a falta de otro árbol, bajó
rápidamente del caballo y le faltó tiempo para cerrar el libro.
—¡Viva, viva! —gritó—. ¡Lo
hemos conseguido!
Y apretó muy fuerte los cierres
de turquesas y rubíes. Luego se volvió hacia el caballo:
—Mi querido hipogrifo —le
dijo—. Eres el más valiente, el más hermoso, el más…
—Por favor, Majestad —dijo el
hipogrifo, ruborizándose—, que no estamos solos…
Era verdad: estaban rodeados de
un montón de gente. Con el pueblo estaban, además del Primer Ministro, los
Miembros del Parlamento, los futbolistas, los niños del Orfelinato, la
mantícora, el caballo de madera y todos a los que el dragón se había ido
comiendo. Como podréis suponer, era imposible que el dragón los metiera a todos
en el libro (había tan poco sitio que hasta él mismo estaba un poco apretado),
así es que tuvieron que quedarse fuera. Se volvieron todos a casa y fueron
felices para siempre.
Cuando el rey le preguntó a la
mantícora dónde le gustaría vivir, ésta le pidió que le permitiese volver al
libro.
—Es que, sabéis, la vida
pública no me gusta demasiado —explicó.
Y como ya se conocía el camino
hasta su página, no había peligro de que se abriese el libro por otro lado y se
volviese a escapar el dragón, o algo por el estilo. Así es que se volvió a su
dibujo y desde entonces no ha salido de allí: por eso es por lo que nunca
veréis una mantícora, aunque viváis cien años, como no sea en un libro de
estampas. Ah, por supuesto, también se dejó los gatitos fuera, porque no había
sitio en el libro, y lo mismo hizo con las botellas de leche.
El caballito de madera pidió
que le dejaran quedarse en la página del hipogrifo.
—Es que —explicó— he pasado
tanto miedo, que de ahora en adelante me gustaría vivir en un sitio donde
pudiera estar totalmente a salvo de los dragones.
El precioso hipogrifo de alas
blancas le enseñó el camino, y allí se quedó hasta que, al cabo del tiempo, el
rey le sacó para que jugasen con él sus ta-ta-ta-ranietos.
Y el hipogrifo, por su parte,
aceptó el puesto que dejaba vacante el caballito de madera, y tanto el pájaro
azul como la mariposa han seguido cantando entre los lirios y las rosas hasta
hoy mismito.
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