martes, 8 de septiembre de 2020

EL DRAGÓN Y LA MANTICORA (CUENTO)

 


Cuando la noticia llegó, él estaba construyendo un palacio y le faltó tiempo para apartar los ladrillos de dos patadas, así que dejó que la nodriza recogiera el resto. Porque la noticia era algo verdaderamente importante.

Al principio no fue más que el timbre de la puerta y voces en el vestíbulo, y Leonardo pensó que era el hombre del gas que venía a ver por qué no funcionaba. (Y no funcionaba desde el día en que Leonardo se hizo un columpio atando la cuerda de saltar a la tubería). Pero, de repente, la nodriza entró y dijo:

—Señorito Leonardo, han venido a buscarte para hacerte rey.

Y, rápidamente, le quitó la ropa de casa, le lavó la cara y las manos, le peinó y, mientras se sentía zarandeado de un lado para otro, el pobre no paraba de decir:

—Ya está bien, nodriza. Si ya tengo las orejas bastante limpias. Déjame el pelo, que ya está bien. ¡Déjame ya!

—Estate quieto. Cualquiera diría que te van a hacer anguila en vez de rey —dijo la nodriza.

En cuanto la nodriza se distrajo un segundo, Leonardo se escabulló sin esperar siquiera a que le diera un pañuelo limpio, y en el cuarto de estar se encontró con dos caballeros muy serios que llevaban puestas unas capas rojas con vueltas de piel y unas coronas de oro con terciopelo rojo por arriba, que le recordaban a uno esas tartas tan caras cubiertas de crema.

Al aparecer Leonardo le saludaron con una reverencia, y el más serio de los dos le dijo:

—Señor, vuestro ta-ta-ta-ta-tarabuelo, el rey de este país, ha muerto, y vos tenéis que ser ahora el rey.

—Pues muy bien —dijo Leonardo—. ¿Cuándo empezamos?

—Seréis coronado esta tarde —dijo el caballero que era un poco menos serio que el otro.

—¿Queréis que vaya con la nodriza, o me vais a venir a buscar? ¿Y tengo que ponerme el traje de terciopelo con encaje? —preguntó Leonardo, que era muy sociable y recibía muchas invitaciones a fiestas.

—Más tarde llevarán a la nodriza a palacio. No, no hace falta que os cambiéis de traje, porque el manto real lo cubrirá por completo.

Los dos caballeros tan serios le llevaron a una carroza tirada por dos caballos blancos, que estaba parada delante de la casa donde vivía Leonardo, el número siete, a la izquierda de la calle, según se sube. En el último momento, Leonardo echó a correr escaleras arriba, le dio un beso a la nodriza y le dijo:

—Gracias por lavarme. Perdona que no te dejara lavarme la otra oreja. No, ahora no da tiempo. Adiós, nodriza.

—Adiós, lucero mío —dijo la nodriza—. Que seas un buen rey, y que no te olvides de pedir las cosas por favor, y que les pases el pastel a las niñas, y que no te sirvas más de dos veces.

Y así fue cómo Leonardo se dirigió a que le hicieran rey. En realidad, nunca se había hecho demasiadas ilusiones de llegar a ser rey algún día; más o menos como cualquiera de vosotros, así es que la situación era de lo más inesperada. Mientras la carroza atravesaba la ciudad tuvo que morderse la lengua varias veces para asegurarse de que no estaba soñando.

Media hora antes estaba tan tranquilo en el cuarto de jugar, haciendo construcciones de ladrillos. Sólo media hora antes… y ahora las calles estaban llenas de banderas, y en todas las ventanas había gente agitando los pañuelos y tirando flores. A lo largo de las calles había soldados vestidos de rojo y las campanas de las iglesias repicaban como locas, como si fueran el acompañamiento de una canción cuya letra, coreada por los gritos de miles de personas, fuera:

—¡Viva el rey Leonardo! ¡Viva nuestro rey!

Por un momento pensó que hubiera debido ponerse el traje de fiesta, pero enseguida se le olvidó y no lo pensó más. Si en vez de ser niño hubiera sido una niña, no hubiera pensado en otra cosa en todo el tiempo.

Por el camino, los dos caballeros serios, que eran el Canciller y el Primer Ministro, le fueron explicando las cosas que no comprendía.

—Y yo que creía que éramos una República —dijo Leonardo—. Como hace tanto tiempo que no teníamos un rey…

—Señor, vuestro ta-ta-ta-ta-tarabuelo murió cuando mi padre era un niño —dijo el Primer Ministro— y desde entonces vuestros leales súbditos han estado ahorrando para compraros una corona; ya sabéis, tanto a la semana, según a las posibilidades de cada uno, desde seis peniques para los que disfruten de una posición desahogada hasta medio penique para los económicamente más débiles. Según la tradición, la corona tiene que ser costeada por el pueblo.

—Pero mi ta-ta-ta, y yo qué sé cuántos más, abuelo tenía ya una corona, ¿no?

—Sí, pero era una corona de oro, y entonces él la mandó platear porque le parecía demasiado ostentosa, y le mandó quitar las piedras preciosas y las vendió para comprar libros. Era un hombre la mar de raro. No es que fuera mal rey, pero tenía una debilidad: le encantaban los libros. Cuando mandó a platear la corona estaba ya muy enfermo… y no vivió para pagar la factura del plateador.

Al llegar aquí el Ministro se enjugó una lágrima. En aquel momento la carroza se paró, y Leonardo se bajó para que lo coronasen.

Eso de que lo coronen a uno es mucho más pesado de lo que la gente piensa, y cuando terminó todo, Leonardo estaba cansadísimo de haber tenido que estar aguantando el manto real y de dejarse besar la mano por todos los que se la tenían que besar. Llevaba así dos horas y estaba hecho polvo, de modo que se puso contentísimo cuando pudo volver al cuarto de jugar.

Allí estaba la nodriza, que le había preparado el té: pasteles de ajonjolí y tarta de ciruela, tostadas con mantequilla y mermelada, y el juego de té más bonito del mundo, con flores rojas y azules y borde de oro, y té del bueno, y se podía repetir de todo todas las veces que uno quisiera.

Después del té dijo Leonardo:

—Me gustaría leer un poco. ¿Quieres darme un libro, nodriza?

—Mira qué rico —dijo la nodriza—. ¿Es que desde que eres rey se te ha olvidado para qué sirven las piernas? Anda, guapo, levántate y tráete los libros tú mismo.

Y Leonardo se levantó y se fue a la biblioteca. Allí estaban el Primer Ministro y el Canciller, que le hicieron una profunda reverencia, y estaban a punto de preguntarle qué es lo que había ido a hacer allí, cuando Leonardo exclamó:

—¡Uy, cuantísimos libros! ¿Son suyos?

—Son vuestros, Majestad —contestó el Canciller—. Eran propiedad del difunto rey, vuestro ta-ta-ta…

—Sí, ya sé —interrumpió Leonardo—. Bueno, pues me los voy a leer todos. Me encanta leer. Estoy contentísimo de haber aprendido a leer.

—Yo me atrevería a recomendar a Vuestra Majestad —insinuó el Primer Ministro— que no se acercase a esos libros. Su ta-ta-ta…

—Sí —cortó Leonardo—, ¿qué pasaba con él?

—Era un rey muy bueno. Era realmente un rey magnífico, a su manera, aunque resultaba un poquito… digamos raro.

—¿Es que estaba loco? —preguntó Leonardo.

—Oh, no, no, nada de eso —se apresuraron a asegurar los dos caballeros—. De loco, nada. Más bien demasiado inteligente, si Vuestra Majestad nos permite la expresión. Por eso no queremos que nuestro rey tenga nada que ver con sus libros.

Leonardo estaba hecho un lío.

—En realidad —continuó el Canciller, que, de nervioso que estaba, se puso a hacerse tirabuzones con la barba—. En realidad, a su ta-ta-ta…

—Sí, sí, continúe, por favor.

—… le llamaban «El Mago».

—¿Y no lo era?

—Claro que no. Con lo buen rey que era su ta-ta-ta…

—Sí, sí.

—Pero yo no tocaría sus libros.

—Este nada más —dijo Leonardo, echando mano de un gran libro marrón que había sobre la mesa. Era de cuero con dibujos dorados en la cubierta, y dos grandes cierres de oro con turquesas y rubíes, y esquineras de oro para que el cuero no se desgastase.

—Éste lo tengo que ver —dijo Leonardo muy decidido. Y es que había visto en la tapa, en grandes letras doradas, un letrero que decía: El libro de los animales.

El Canciller le dijo:

—Majestad, no lo hagáis.

Pero Leonardo había soltado ya los cierres, y abrió el libro por la primera página. Apareció allí una preciosa mariposa roja, amarilla y azul, tan bien pintada que parecía que estaba viva enteramente.

—¡Qué preciosidad! —exclamó Leonardo—. ¿Por qué…?

Pero, mientras hablaba, la bellísima mariposa agitó sus alas de colores en la página amarillenta del libro, se echó a volar y salió por la ventana.

—¡Bueno! —exclamó el Primer Ministro cuando pudo recuperar la voz, porque se le había hecho un nudo en la garganta que por poco se ahoga—. Nadie puede negar que esto es magia pura.

Pero antes de que hubiese terminado de hablar, el rey había pasado la página y había aparecido un maravilloso pájaro azul, de plumas resplandecientes. Debajo del grabado ponía: «Ave Azul del Paraíso», y cuando el rey estaba mirando, encantado, el hermoso dibujo, el pájaro agitó también sus alas desde la página amarillenta y se echó a volar desde el libro.

Entonces el Primer Ministro le quitó el libro al rey de un tirón, lo cerró y lo puso en el estante más alto de la biblioteca. Y el Canciller le dio al rey un buen zarandeón y le dijo:

—Sois un rey muy malo y muy desobediente —y se notaba que estaba muy enfadado.

—No he hecho nada de malo —refunfuñó Leonardo. Le molestaba mucho que le zarandeasen, como a casi todos los niños. Prefería que le diesen una torta.

—¿Nada de malo? —dijo el Canciller—. ¿Cómo podéis saberlo? Ahí está el problema. ¿Cómo podéis saber lo que viene en la página siguiente? Lo mismo puede haber una serpiente que un gusano, o un ciempiés, o un anarquista, o algo por el estilo.

—Siento mucho haberle hecho enfadar —dijo Leonardo—. Venga, deme un beso y sigamos siendo tan amigos.

Y se dieron un beso y se pusieron a jugar a «Tres en raya», tan amigos, mientras el Primer Ministro se ponía a trabajar en sus cuentas.

Pero aquella noche Leonardo no podía dormir, pensando continuamente en el libro, y cuando la luna brillaba en todo su esplendor se levantó y se fue de puntillas a la biblioteca. Trepó al estante más alto y cogió El libro de los animales.

Lo sacó a la terraza, donde a la luz de la luna se veía como si fuera de día, lo abrió, y vio las páginas vacías con los letreros de «Mariposa» y «Ave Azul del Paraíso». Pasó la página y vio allí una especie de cosa roja sentada debajo de una palmera. El letrero decía «Dragón», pero el dragón no se movía. El rey cerró el libro a toda prisa y se volvió a la cama.

Pero al día siguiente no pudo resistir la tentación de echarle una miradita y se llevó el libro al jardín. Cuando soltó los cierres de rubíes y turquesas, el libro se abrió sólo por la página donde estaba el dragón, y el sol dio de lleno sobre el grabado. De repente, el gran dragón rojo se salió del libro, extendió sus inmensas alas escarlata y alzó el vuelo por encima del jardín hacia las lejanas colinas.

Leonardo se quedó sólo con la página vacía. Bueno, vacía no: medio vacía, porque todavía quedaban la palmera verde, el desierto amarillo y unas cuantas pinceladas de rojo que se habían salido del dibujo del gran dragón.

«Buena la he hecho», pensó Leonardo. No hacía ni veinticuatro horas que le habían hecho rey y ya había soltado un dragón rojo, poniendo en peligro la vida de sus súbditos. Ellos, que habían estado ahorrando penique a penique para comprarle una corona. Entonces Leonardo se echó a llorar.

El Canciller, el Primer Ministro y la nodriza vinieron corriendo a ver qué pasaba. Cuando vieron el libro abierto lo comprendieron todo, y el Canciller dijo:

—¡Qué rey más malo! Mándelo a la cama sin cenar, nodriza, para que se dé cuenta de lo que ha hecho.

—Quizá, señor —dijo el Primer Ministro—, deberíamos primero averiguar qué es exactamente lo que ha hecho.

Entonces Leonardo, hecho un mar de lágrimas, explicó:

—Es un dragón rojo, y se ha ido volando a las colinas. Y lo siento muchísimo y os pido perdón.

Pero el Primer Ministro y el Canciller tenían cosas más importantes que hacer que pararse a pensar si perdonaban o no a Leonardo. Por el momento, salieron corriendo a consultar a la Policía a ver qué podía hacerse. Todo el mundo hizo lo que pudo: se organizaron comités, se formaron turnos de vigilancia, se pusieron centinelas para avisar… pero el dragón se había quedado en las colinas, así es que no pudieron hacer nada.

La fiel nodriza, mientras tanto, no había olvidado sus obligaciones: le dio un buen cachete al rey y le metió en la cama sin cenar y, cuando oscureció, ni siquiera le llevó una vela para que pudiera leer.

—Eres un rey muy malo —le dijo—. Y no te querrá nadie.

Al día siguiente el dragón tampoco se presentó, aunque algunos de los súbditos de Leonardo que disfrutaban de una vista especialmente aguda llegaron a afirmar que habían visto, entre los árboles, el resplandor rojizo de sus alas.

Leonardo se puso la corona, se sentó en el trono y dijo que quería hacer algunas leyes.

No tengo que deciros que aunque ni el Primer Ministro, ni el Canciller, ni la nodriza, tenían una gran opinión del buen juicio de Leonardo (a veces incluso le daban algún que otro cachete y le mandaban a la cama sin cenar), no dejaban de reconocer que en el momento en que se sentaba en el trono y se ponía la corona se volvía infalible (lo cual quiere decir que todo lo que decía estaba bien dicho y que nunca se equivocaba). Así es que dijo:

—Hago una ley que prohíbe a la gente abrir libros en el colegio o en cualquier otro sitio —y aquí contó con el apoyo de por lo menos la mitad de sus súbditos, mientras que la otra mitad (las personas mayores, claro) hizo como si creyera que tenía razón.

Después hizo una ley ordenando que todo el mundo tuviese siempre lo suficiente para comer. A todo el mundo le gustó mucho esta ley, menos, naturalmente, a los que siempre habían tenido demasiado.

Y después hizo unas cuantas leyes más, todas igual de buenas, y las mandó escribir, y luego se fue a casa a hacer flanes de arena y lo pasó estupendamente. Y le dijo a la nodriza:

—La gente me querrá mucho, ahora que he hecho tantas leyes buenas.

Pero la nodriza le contestó:

—No cantes victoria demasiado pronto, lucero mío, que todavía no has terminado con el dragón.

Al día siguiente era sábado y, de repente, por la tarde, el dragón apareció por el prado en toda su espantosa rubicundez y arrasó el campo de fútbol, con árbitros, jueces de línea, porterías y todo lo demás. La gente se puso furiosa y dijo:

—Más nos hubiera valido ser una República. Qué lástima del dinero que hemos estado ahorrando todos estos años para comprar la corona…

Y los enterados movieron a la cabeza y pronosticaron un negro futuro a la Liga para el Fomento del Deporte. En realidad, después de aquello, el fútbol tardó mucho tiempo en volver a hacerse popular.

Durante aquella semana Leonardo hizo todo lo que pudo para demostrar que era un buen rey, y la gente casi le había perdonado que hubiera dejado salir al dragón del libro.

—Después de todo —decían—, el fútbol es un juego peligroso y quizá sea mejor no animar a la gente a que lo practique.

La opinión popular mantenía que los futbolistas, que eran bastante brutos, habían tenido un encuentro tan desagradable con el dragón que el pobre bicho se había ido a un sitio donde sólo se jugaba a la china y a otras cosas por el estilo, que son juegos pacíficos que no le vuelven a uno tan animal.

De todas maneras, el Parlamento se reunió el sábado por la tarde, a una hora en que la mayoría de los Miembros pudiese asistir, para tratar del asunto del dragón. Por desgracia, el dragón, que sólo estaba durmiendo, se despertó porque era sábado y se dirigió al Parlamento. Un poco después, sólo quedaban unos cuantos Miembros. Se intentó reunir otro Parlamento, pero ser Miembro del Parlamento se había convertido ya en algo tan impopular como ser futbolista y nadie quería resultar elegido, así es que se las tuvieron que arreglar sin Parlamento.

Al llegar el sábado siguiente, todo el mundo estaba un tanto nervioso, pero ese día el dragón se encontraba muy tranquilo y sólo se comió un Orfelinato.

El pobre Leonardo lo estaba pasando muy mal. Comprendía que había sido su desobediencia la causa del problema del Parlamento, y del Orfelinato, y de los futbolistas, y pensaba que no tenía más remedio que hacer algo. Pero ¿qué podía hacer?

El ave azul que había salido del libro solía cantar en la rosaleda de palacio, y muy bien por cierto, y la mariposa era muy sociable y se le posaba en el hombro cada vez que salía al jardín. Por eso Leonardo pensó que no todo lo que salía de El libro de los animales eran monstruos como el dragón, y se dijo:

«¿Y si sacara del libro un animal que pudiera luchar contra el dragón?».

De modo que cogió El libro de los animales y se fue con él a la rosaleda, y miró la página siguiente a la del dragón. La miró sólo un poquito, abriendo una rendijita para ver qué clase de animal venía y cómo se llamaba. Sólo pudo ver el final del nombre: «cora», pero notó que, hacia el centro de la página, el libro se hinchaba como si el animal quisiera salirse y lo cerró rápidamente, y hasta se sentó encima para que no se le escapara. Después lo aseguró con los cierres de rubíes y turquesas y mandó venir al Canciller, que, por haber estado enfermo el sábado anterior, se había salvado de que el dragón se lo comiera como a los demás Miembros del Parlamento. Y le preguntó:

—¿Conoce usted algún animal que tenga un nombre que termine en «cora»?

Y el Canciller le contestó:

—Claro que sí: la mantícora.

—¿Qué clase de animal es la mantícora? —quiso saber el rey.

—Es el enemigo jurado de los dragones —dijo el Canciller—. Le gusta chuparles la sangre. Es un animal amarillo, con cuerpo de león y cara de persona. Ojalá tuviéramos unas cuantas mantícoras aquí. Qué mala suerte que la última muriera hace cientos de años.

Entonces el rey fue corriendo y abrió el libro por donde estaba la palabra que terminaba en «cora», y allí estaba el dibujo de la mantícora, amarilla, con su cuerpo de león y su cara de persona, tal como había dicho el Canciller. Y debajo del dibujo estaba escrito el nombre: «Mantícora».

Al cabo de unos minutos, la mantícora, soñolienta, salió del libro frotándose los ojos con las manos y maullando lastimeramente. Tenía un aire bastante estúpido, y cuando Leonardo le dijo, empujándola suavemente: «Anda, venga. Vete a luchar contra el dragón», echó a correr con el rabo entre las piernas.

Fue a esconderse detrás del Ayuntamiento y por la noche, mientras la gente estaba durmiendo, aprovechó para salir y comerse todos los gatitos de la ciudad. Y cada vez maullaba más.

Y el sábado por la mañana, cuando la gente se estaba preguntando si no habría peligro en salir a la calle, o si harían mejor quedándose en casa dado que el dragón no parecía tener hora fija para presentarse, la mantícora se dedicó a recorrer las calles; se bebió todas las botellas de leche que el lechero había ido dejando a las puertas de las casas y después se comió las botellas.

Acabando estaba la última cuando apareció, en lo alto de la calle, el dragón, que venía a buscarla. La mantícora se llevó un susto de muerte, porque resulta que no era de la clase de las que luchan contra los dragones, y, como no encontró otro sitio más a propósito, se escondió en el edificio de Correos.

Allí la encontró el dragón, detrás de las sacas del correo de las diez, y las sacas no le sirvieron de nada. Los maullidos se oían desde los rincones más apartados de la ciudad: todos los gatitos y las botellas de leche que se había zampado parecían haberle dado una fuerza especial a aquellos maullidos.

Después se hizo el silencio. La gente, que empezó a asomarse cautelosamente por las ventanas, pudo ver al dragón bajar las escaleras de Correos escupiendo, como de costumbre, fuego y humo, pero esta vez, además, mechones del pelo de la mantícora y pedazos de cartas certificadas. Las cosas se estaban poniendo muy, pero que muy feas, porque por muy popular que el rey llegara a hacerse durante la semana, al llegar el sábado el dragón siempre hacía alguna barrabasada que le indisponía con sus súbditos.

El dragón estuvo dando la lata durante todo el sábado, excepto al mediodía. Al mediodía solía buscar un árbol para echarse una siestecita a la sombra, porque no le convenía nada que le diese el sol mucho rato. Y es que había que ver el calor que estaba haciendo aquel año.

Pero un sábado el dragón tuvo el atrevimiento de llegar hasta el cuarto de jugar del rey y se comió su caballito de madera. El rey se llevó un disgusto tan grande que no paró de llorar en seis días: el caballo era su juguete favorito, y además tenía balancín y todo. Al séptimo día estaba tan cansado que dejó de llorar. Cuando oyó al pájaro azul cantar entre las rosas y vio a la mariposa revoloteando entre los lirios, dijo:

—Nodriza, por favor, lávame la cara. Ya no voy a llorar más.

La nodriza le lavó la cara y le dijo que no fuera tonto.

—Con llorar nunca se arregla nada.

—Pues no sé qué te diga —dijo el rey—. Ahora que me he pasado una semana llorando me parece que veo mejor y hasta que oigo mejor. Ahora sé que tengo razón. Anda, dame un beso, por si no vuelvo más. Tengo que ir a salvar a mi pueblo.

—Bueno, si crees que tienes que ir, vé. Pero no te mojes los pies ni te estropees la ropa.

—Vale —dijo el rey. Y se fue.

El pájaro azul estaba cantando mejor que nunca, y la mariposa no había brillado nunca tanto como cuando Leonardo se fue a la rosaleda con El libro de los animales. Lo abrió muy deprisa, no le fuera a entrar el miedo y le hiciera cambiar de opinión. El libro se abrió completamente, casi por la mitad: en la parte de abajo de la página ponía «Hipogrifo», y antes de que Leonardo tuviera tiempo de ver de qué se trataba, oyó un batir de alas, y un pisar de pezuñas, y un relincho muy suave. Y del libro salió un maravilloso caballo blanco, con una magnífica crin blanca, con una cola también blanca, larguísima, con unas enormes alas parecidas a las alas de los cisnes, y con los ojos más dulces y de mirar más cariñoso del mundo. Y se quedó allí, parado en medio de las rosas.

El hipogrifo frotó su rosado hocico, suave como la seda, contra el hombro del rey, y el rey pensó:

«Si no fuera por las alas, hubiera creído que era mi caballito de madera». (Y el pájaro azul siguió cantando mejor que nunca).

De repente, el rey vio venir por el cielo la mole inmensa, amenazadora y humeante, del dragón rojo. Pero él ya sabía lo que tenía que hacer. Cogió El libro de los animales y saltó a lomos del encantador hipogrifo, susurrándole al oído:

—Vuela, querido hipogrifo, vuela lo más deprisa que puedas al Desierto Pedregoso.

Cuando el dragón les vio salir, viró en redondo y voló tras ellos. Agitaba sus alas, que eran rojas como las nubes del crepúsculo, mientras que las del hipogrifo eran blancas como las nubes que acompañan al sol al amanecer.

Los habitantes del pueblo, cuando vieron al dragón salir volando detrás del hipogrifo y del rey, salieron todos de sus casas para no perderse nada del espectáculo, pero cuando les perdieron de vista se pusieron en lo peor y empezaron a pensar en lo que se pondrían para el luto real.

Sin embargo, el dragón no conseguía alcanzar al hipogrifo. Las alas rojas, con ser más grandes que las blancas, no eran tan fuertes, así es que el caballito siguió volando, volando, volando, llevando siempre al dragón detrás, hasta que llegaron al Desierto Pedregoso, que era algo parecido a una playa, sólo que en vez de arena tenía piedras redondas, y no se veía un árbol, ni siquiera una brizna de hierba, en varias millas a la redonda.

Leonardo se bajó del caballo en el mismo centro del Desierto Pedregoso, y rápidamente soltó los cierres de El libro de los animales y lo dejó abierto sobre las piedras. Echó otra vez a correr hacia su caballito, y, apenas había acabado de montar, cuando llegó el dragón. Venía casi sin fuerzas y miraba desesperadamente a su alrededor buscando un árbol, porque acababan de dar las doce, el sol brillaba implacable en el cielo, redondo como una moneda de oro, y no se veía una sombra por ninguna parte.

El caballito voló dando vueltas alrededor del dragón, que se retorcía sobre las ardientes piedras. El pobre estaba pasando un calor tan espantoso que incluso había empezado a echar humo, y estaba convencido de que no iba a tardar mucho en echar llamas, a menos que encontrase un árbol que le diese un poco de sombra. Alzó las zarpas amenazadoramente hacia el rey y su hipogrifo, pero se encontraba demasiado débil para alcanzarlos y, además, no quería hacer más esfuerzos para no acalorarse más.

Entonces vio El libro de los animales abierto sobre las piedras, justo por la página en que ponía «Dragón» en la parte de abajo. Lo miró, dudó, lo volvió a mirar, y entonces, con un rugido desesperado, se escurrió hasta meterse en el hueco de la página y se sentó debajo de la palmera. De lo caliente que estaba, una esquinita de la página se chamuscó.

En cuanto Leonardo vio al dragón guarecerse bajo la sombra de su palmera, a falta de otro árbol, bajó rápidamente del caballo y le faltó tiempo para cerrar el libro.

—¡Viva, viva! —gritó—. ¡Lo hemos conseguido!

Y apretó muy fuerte los cierres de turquesas y rubíes. Luego se volvió hacia el caballo:

—Mi querido hipogrifo —le dijo—. Eres el más valiente, el más hermoso, el más…

—Por favor, Majestad —dijo el hipogrifo, ruborizándose—, que no estamos solos…

Era verdad: estaban rodeados de un montón de gente. Con el pueblo estaban, además del Primer Ministro, los Miembros del Parlamento, los futbolistas, los niños del Orfelinato, la mantícora, el caballo de madera y todos a los que el dragón se había ido comiendo. Como podréis suponer, era imposible que el dragón los metiera a todos en el libro (había tan poco sitio que hasta él mismo estaba un poco apretado), así es que tuvieron que quedarse fuera. Se volvieron todos a casa y fueron felices para siempre.

Cuando el rey le preguntó a la mantícora dónde le gustaría vivir, ésta le pidió que le permitiese volver al libro.

—Es que, sabéis, la vida pública no me gusta demasiado —explicó.

Y como ya se conocía el camino hasta su página, no había peligro de que se abriese el libro por otro lado y se volviese a escapar el dragón, o algo por el estilo. Así es que se volvió a su dibujo y desde entonces no ha salido de allí: por eso es por lo que nunca veréis una mantícora, aunque viváis cien años, como no sea en un libro de estampas. Ah, por supuesto, también se dejó los gatitos fuera, porque no había sitio en el libro, y lo mismo hizo con las botellas de leche.

El caballito de madera pidió que le dejaran quedarse en la página del hipogrifo.

—Es que —explicó— he pasado tanto miedo, que de ahora en adelante me gustaría vivir en un sitio donde pudiera estar totalmente a salvo de los dragones.

El precioso hipogrifo de alas blancas le enseñó el camino, y allí se quedó hasta que, al cabo del tiempo, el rey le sacó para que jugasen con él sus ta-ta-ta-ranietos.

Y el hipogrifo, por su parte, aceptó el puesto que dejaba vacante el caballito de madera, y tanto el pájaro azul como la mariposa han seguido cantando entre los lirios y las rosas hasta hoy mismito.


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