Se llamaba Sabrinetta y era
nieta de Sabra, la que se casó con San Jorge después de que éste la liberase
del dragón, matándole, y todo aquel país le pertenecía por derecho. Suyos eran
los espesos bosques que llegaban hasta el pie de las montañas, y las colinas
que se deslizaban hasta el mar, y los campos de trigo, de maíz y de cebada, y
los olivares y las viñas, y hasta la ciudad misma, con sus torres grandes y sus
torres pequeñas, con sus tejados puntiagudos y sus caprichosas ventanas,
colocada en el llano que quedaba entre el mar con su remolino y las montañas
nevadas que se teñían de rosa al amanecer.
Cuando los padres de la
princesa murieron, su primo recibió el encargo de ocuparse del reino hasta que
ella fuese mayor, pero el primo, que era malísimo, se había quedado con todo,
hasta con los súbditos.
A la princesa no le quedó nada,
excepto la torre a prueba de dragón que había mandado construir su abuelo, y,
de todos sus servidores, sólo siguió a su lado su fiel niñera.
Y fue Sabrinetta la primera
persona que vio aquello tan fantástico. Muy temprano, muy temprano, cuando toda
la gente de la ciudad dormía todavía a pierna suelta, la princesa, desde la
torre, contempló la verde campiña que se extendía ante ella. A la entrada del
bosque había un seto de helechos y zarzas. Y cuando Sabrinetta miraba desde la
torre, notó de pronto que el seto empezaba a moverse como si alguien lo
estuviera zarandeando, y algo grande y brillante asomó por un segundo, para
volver enseguida a desaparecer. Fue todo muy rápido, pero la princesa, que
alcanzó a verlo perfectamente, pensó:
«Santo Cielo, qué cosa más
rara. Si fuera un poco más grande, y si no supiera yo que estos monstruos ya no
existen, hubiera dicho que se trataba de un dragón».
Aquella cosa, fuese lo que
fuese, resultaba, efectivamente, demasiado pequeña para ser un dragón, pero, al
mismo tiempo, demasiado grande para ser un lagarto.
—Ojalá no se hubiera escondido
tan deprisa —dijo Sabrinetta—, para poder asegurarme de qué es. Porque si es un
dragón, a mí no me pasará nada en mi torre a prueba de dragones, pero hoy es
primero de mayo y los niños vienen al bosque a coger flores.
Cuando Sabrinetta terminó de
limpiar la casa (y no dejó una mota de polvo ni en el último rincón), se puso
su traje blanco de seda bordado de margaritas y subió otra vez a la torre.
El campo estaba cubierto de
grupos de niños que iban a coger flores y llenaban el aire de risas y
canciones.
«Ojalá que no sea un dragón»,
pensó Sabrinetta.
Los niños, de dos en dos, y de
tres en tres, y de diez en diez, y de veinte en veinte, se desparramaban por el
campo, y sus vestidos, rojos, amarillos, blancos y azules, resaltaban sobre la
hierba verde.
—Es como un manto de seda con
flores bordadas —sonrió la princesa.
Y de dos en dos, y de tres en
tres, y de diez en diez, y de veinte en veinte, los niños desaparecieron en el
bosque, y el campo se quedó verde liso otra vez.
—Ahora todo el bordado se ha
deshecho —suspiró la princesa.
El sol resplandecía en un cielo
azul y sin nubes, y el campo estaba verde y fragante, y lleno de flores, porque
era el mes de mayo, pero, de pronto, una nube cubrió el sol, y los niños, dando
gritos de terror, salieron disparados del bosque y corrieron, azules y rojos y
blancos y amarillos, por el campo, alejándose todo lo deprisa que podían. Sus
gritos llegaban hasta la torre y la princesa pudo escuchar sus palabras:
—¡El dragón, el dragón! ¡Abrid
las puertas, que viene el dragón de fuego!
Y llegaron corriendo hasta las
puertas de la ciudad, y la princesa oyó cómo se abrían para dejarles pasar y
cómo se cerraban tras ellos.
Los helechos y las zarzas del
seto empezaron a chamuscarse y una cabeza horrible, echando fuego, apareció un
momento y volvió a desaparecer enseguida.
La princesa bajó de la torre y
le contó a la niñera lo que había visto, y la niñera fue rápidamente a cerrar
la puerta y se metió la llave en el bolsillo.
—Tú deja que se cuiden ellos
—le dijo a la princesa, que quería salir a ayudar a los niños—. Mi obligación
es cuidar de ti, hermosa mía, y eso es lo que voy a hacer. Vieja y todo,
todavía puedo darle vuelta a una llave.
Así es que Sabrinetta se volvió
a lo alto de la torre, pero no podía evitar que se le saltasen las lágrimas
cada vez que se acordaba de los niños, porque sabía que las puertas de la
ciudad no eran a prueba de dragón, y el monstruo podía echarlas abajo de un
soplo.
Los niños se fueron derechos a
palacio, donde encontraron al príncipe practicando con el látigo en las perreras,
y le contaron lo que había pasado.
—Buena caza —dijo el príncipe,
y se dispuso a preparar su manada de hipopótamos.
Porque habéis de saber que el
príncipe tenía la costumbre de salir de caza con hipopótamos, y sus súbditos no
hubieran tenido nada que oponer si no hubiera sido porque cada vez que salía
cruzaba por enmedio de la ciudad seguido de la manada, que pisoteaba los
puestos de verduras y frutas del mercado y destrozaba los cacharros de cerámica
que se exponían en las calles para vender.
Cuando el príncipe hizo sonar
el cuerno de caza anunciando la batida contra el dragón, la gente comprendió
que iba otra vez a cruzar la ciudad con los hipopótamos trotándole a los
talones, y todo el mundo se apresuró a meterse rápidamente en sus casas y a
recoger las mercancías de las calles.
Los hipopótamos se apretujaban
unos contra otros para pasar por las puertas de la ciudad, que no estaban
hechas a su medida, y después se desparramaban por el campo. Si nunca habéis
visto una manada de hipopótamos gruñendo todos a la vez, será muy difícil que
os hagáis una idea. Para empezar, los hipopótamos no ladran como los perros,
sino que más bien gruñen como los cerdos, sólo que a un volumen diez veces más
alto. Y tampoco saltan los vallados, como hacen los perros, sino que los
aplastan para pasar.
Lo malo era que también
aplastaban los campos de maíz, y los de trigo, y las hortalizas, cosa que
desesperaba a los granjeros. Es verdad que cada hipopótamo llevaba al cuello un
collar con su nombre y su dirección, pero cada vez que un granjero llegaba a
palacio con una reclamación porque los hipopótamos le habían destrozado los
sembrados, el príncipe contestaba invariablemente que le estaba bien empleado
por haber puesto los sembrados en el sitio de paso de los hipopótamos. Y no le
pagaba la menor indemnización.
Por eso esta vez, cuando el
príncipe salió con su manada a dar la batida al dragón, fueron muchos los que
murmuraron:
—Ojalá que el dragón se lo
coma…
Lo cual no está muy bien que
digamos, pero la verdad es que el príncipe se lo merecía.
El príncipe y sus hipopótamos
recorrieron los campos de cabo a rabo, y peinaron literalmente el bosque, pero
el dragón era muy tímido y no se dejaba ver. Y justo cuando el príncipe
empezaba a pensar que no había ningún dragón y que todo había sido una falsa
alarma, su hipopótamo favorito avisó que había caza a la vista, y el príncipe
hizo sonar el cuerno y gritó:
—¡Adelante, mis valientes! ¡El
dragón es nuestro!
Y toda la manada cargó colina
abajo hacia un agujero entre los árboles. Porque allí, mostrándose
abiertamente, estaba el dragón, grande como un remolcador, echando humo como la
chimenea de una fábrica, escupiendo fuego y enseñando los dientes.
—¡Empieza la caza! —gritó,
alborozado, el príncipe.
Y vaya si empezaba. Porque el
dragón, en vez de volver grupas y desaparecer, como era su obligación, se fue
derecho hacia la manada; el príncipe, montado en su elefante, vio, impotente,
cómo se zampaba, uno por uno, toda la manada de hipopótamos en menos que canta
un gallo. Era un espectáculo verdaderamente espeluznante: de toda aquella
manada que había salido tan alegremente de la ciudad para dar la batida contra
el dragón, pronto no quedó ni un solo hipopótamo. El dragón, relamiéndose,
miraba a su alrededor por si se le había escapado alguno.
El príncipe, que, como hemos
dicho antes, iba montado en un elefante, se deslizó por el otro lado al suelo y
corrió, lo más deprisa que pudo, a esconderse en el bosque, con la esperanza de
que el dragón no le viera, y atravesó el seto por un agujero, arrastrándose de
forma muy poco principesca.
El bosque estaba tranquilo y
silencioso: no había ni un chasquido de ramas rotas, ni el menor olor a quemado
que pudiese alarmarle. El príncipe se bebió el contenido de la botella de plata
que llevaba colgada del hombro y se acomodó en un tronco hueco para pasar la
noche. No derramó ni una lágrima por los pobres hipopótamos que tan fielmente
le habían acompañado durante tantos años en sus cacerías, porque era un
príncipe de mentirijillas, que tenía la piel como el cuero, y el pelo como
cerdas de cepillo, y el corazón de piedra. No derramó ni una lágrima, pero se
quedó dormido.
Cuando se despertó era de
noche. Salió del hueco del tronco y se frotó los ojos. A su alrededor, todo el
bosque estaba oscuro, pero no lejos de allí había un punto de luz. Se acercó y
vio que era una pequeña hoguera, junto a la que estaba sentado un muchacho
pobremente vestido, de pelo largo y rubio: a su alrededor yacían unas formas
redondeadas que respiraban pesadamente.
—¿Quién eres? —preguntó el
príncipe.
—Soy Elfinn, el porquero
—contestó—. ¿Y usted quién es?
—Soy el príncipe Fastidioso
—dijo el príncipe.
—¿Y qué está usted haciendo
fuera de palacio a estas horas? —preguntó, con cierta severidad, el porquero.
—He estado de caza —dijo el
príncipe.
El porquero se echó a reír.
—Así que era usted, ¿eh? ¿Y qué
tal se le dio la caza? Mis cerdos y yo lo vimos todo.
Las formas redondeadas que
rodeaban al muchacho gruñeron y roncaron: por sus malos modales, el príncipe
llegó a la conclusión de que debían de ser los cerdos.
—Si usted hubiera sabido lo que
yo sé —dijo Elfinn—, su manada podía haberse salvado.
—¿Y qué es lo que tú sabes?
—Todo sobre el dragón. Para
empezar, escogió usted la peor hora del día para dar la batida. Al dragón hay
que cazarlo de noche.
—Ah, no, muchas gracias —el
príncipe se estremeció—. Como si no fuera bastante difícil dar una batida de
día. Verdaderamente, pareces tonto.
—Bueno, pues haga usted lo que
quiera —dijo Elfinn— y mañana será el dragón el que venga a cazarle a usted, y
a mí me importará un comino. Usted sí que parece tonto.
—Eres un grosero —dijo
Fastidioso.
—No, es que digo la verdad.
—Bueno, pues dime la verdad
ahora. ¿Por qué dices que si hubiera sabido tanto como tú no hubiera perdido a
mis hipopótamos?
—¿Qué me da usted si se lo
digo?
—¿Si me dices qué?
—Lo que quiere usted saber.
—Yo no quiero saber nada.
—Entonces es que es usted más
tonto de lo que yo había pensado —dijo Elfinn—. ¿O no quiere usted saber cómo
cazar al dragón antes de que él le cace a usted?
—Bueno, sí —admitió el
príncipe.
—Normalmente no soy una persona
de mucha paciencia —dijo Elfinn—, y ahora mismo le puedo asegurar que me queda
muy poca. ¿Qué me dará usted si se lo digo?
—La mitad de mi reino —dijo el
príncipe— y la mano de la princesa mi prima.
—Hecho —dijo el porquero—. Ahí
va eso: EL DRAGÓN SE HACE PEQUEÑO POR LAS
NOCHES.
Y duerme entre las raíces de este árbol. Yo lo utilizo para encender el fuego.
Efectivamente, debajo del
árbol, sobre un lecho de musgo chamuscado, estaba acurrucado el dragón, y era
del tamaño de un dedo meñique.
—¿Y cómo puedo acabar con él?
—preguntó el príncipe.
—De eso no tengo ni idea —dijo
Elfinn—, lo único que yo puedo decirle es cómo puede llevárselo de aquí, si
tiene algo donde meterlo. Esa botella, por ejemplo, podría servir.
Y entre los dos, con la ayuda
de unas ramitas secas y a base de quemarse las puntas de los dedos, se las
arreglaron para meter el dragón en la botella de plata, y el príncipe apretó
muy fuerte el tapón, que era de rosca.
—Ahora que ya lo tenemos —dijo
Elfinn—, convendría ponerle a la botella el Sello de Salomón para que no pueda
salirse. Vamos. Mañana nos repartiremos el reino y así tendré dinero para
comprarme ropa a propósito para ir a cortejar a su prima.
Pero el príncipe no había
pensado ni por un momento en mantener las promesas que había hecho.
—¿Qué estás diciendo? He sido
yo quien ha capturado al dragón, y en mi vida he dicho nada de dividir reinos
ni de cortejar a princesas. Y como me lleves la contraria, te corto la cabeza
aquí mismo.
Y sacó su espada.
—Bueno, bueno —dijo Elfinn, y
se encogió de hombros—. Después de todo, en este asunto yo salgo mejor parado
que usted.
—¿Qué quieres decir? —barbotó
el príncipe.
—Que usted no tiene más que un
reino y un dragón, pero yo tengo las manos limpias y setenta y cinco hermosos
cerdos.
Elfinn volvió a sentarse
tranquilamente junto al fuego y el príncipe se fue a palacio y les contó a los
miembros del Parlamento lo listo y lo valiente que había sido, y aunque les
sacó de la cama para contárselo, ellos no se enfadaron, sino que dijeron que
realmente tenía un valor sin límites y que había que ver lo listo que era,
porque sabían lo que pasaba si se le llevaba la contraria.
El Primer Ministro puso
solemnemente el Sello de Salomón en la botella y la depositó en la Cámara del
Tesoro, que estaba en el edificio más sólido de la ciudad, todo él hecho de
cobre macizo y con unas paredes tan gruesas como el puente de Waterloo.
Colocaron la botella entre los
sacos de oro, y el secretario más joven del empleado más joven del más joven
subsecretario de Hacienda fue el encargado de hacer guardia toda la noche y
avisar si pasaba algo.
El secretario más joven no
había visto un dragón en su vida y, lo que es más, estaba convencido de que
tampoco lo había visto el príncipe, que, con la fama de embustero que tenía, no
tendría nada de particular que hubiera traído una botella vacía diciendo que
dentro había un dragón. Así que al secretario más joven, que no tenía otra cosa
que hacer aquella noche, no le importó quedarse, cogió la llave que le daban y,
cuando toda la ciudad estaba durmiendo, invitó a los secretarios más jóvenes de
otros Ministerios y lo pasaron estupendamente jugando al escondite entre los
sacos de oro, y a las canicas con las perlas, los diamantes y los rubíes.
Como lo estaban pasando tan
bien, no se daban cuenta de que en la cámara hacía cada vez más calor, hasta
que, de pronto, el más joven de los secretarios gritó:
—¡Mirad la botella!
La
botella, con el Sello de Salomón, se había ido hinchando, hinchando, hasta
volverse tres veces más grande de lo normal, y se había puesto al rojo y cada
vez se hacía más grande, y el aire se calentaba cada vez más… hasta que todos
los secretarios decidieron que allí hacía demasiado calor para quedarse un
momento más y salieron empujándose unos a otros. Justo cuando el último se
volvía para cerrar la puerta, la botella estalló, y el dragón, que no dejaba de
crecer, salió de la botella y empezó a tragarse los sacos de oro y a comerse
las perlas y los rubíes como si fueran avellanas.
A la hora del desayuno ya se
había comido todo el tesoro, y cuando el príncipe se presentó, a eso de las
once, se encontró con el dragón, que salía por la puerta rota, babeando oro
derretido. El príncipe dio media vuelta y echó a correr como alma que lleva el
diablo hacia la torre de su prima, donde el dragón no podía hacerle nada.
La princesa, que le vio llegar,
bajó corriendo y le abrió la puerta, dejándole pasar y cerrándola enseguida en
las mismas narices del dragón, que se quedó fuera aullando lastimeramente
porque tenía verdaderas ganas de comerse al príncipe.
La princesa llevó al príncipe
al mejor salón y puso la mesa para él, y le sirvió crema, y huevos, y uvas, y
miel, y pan candeal, y muchas otras cosas, verdes, blancas y amarillas, todas
riquísimas. Y le atendió con la mayor amabilidad del mundo, como si el príncipe
no la hubiera despojado a ella de todos sus bienes. Y todo, porque era una
princesa de verdad y tenía un corazón de oro.
Cuando terminó de comer y de
beber, el príncipe le dijo a la princesa que le enseñase cómo se abría y cómo
se cerraba la puerta de la torre. La niñera estaba durmiendo y no había nadie
que pudiera advertir a la princesa del peligro que corría, porque ella era
demasiado buena para desconfiar de nadie.
—Si le das la vuelta a la llave
para este lado —le explicó a su primo— la puerta no se abre. Hay que darle
nueve vueltas para este lado y se abre enseguida. ¿Ves?
El príncipe probó y, en el
momento en que se abrió la puerta, le dio un empujón a la princesa y la dejó
fuera (igual que cuando la echó de su reino) y después cerró la puerta, porque
lo que quería era tener la torre para él solo.
La pobre princesa se encontró
en la calle, frente por frente con el dragón, que seguía sentado y aullando de
un modo que partía el alma, y que no hizo el menor intento de comérsela porque
(y esto no lo sabía ni la niñera) los dragones nunca se comen a las princesas
con corazón de oro.
La princesa pensó que no era
cosa de irse a la ciudad con el traje de casa como el que llevaba, sin sombrero
ni guantes, y se dirigió hacia el otro lado, hacia el bosque, a través del
prado. Era la primera vez en su vida que salía de la torre y al sentir la suave
hierba bajo sus pies le pareció que andaba pisando nubes.
Se metió en la parte más espesa
del bosque porque tenía mucho miedo del dragón (y es que no sabía de qué estaba
hecho su corazón), y fue a dar con Elfinn y sus setenta y cinco cerdos. Elfinn
estaba tocando la flauta y los cerdos estaban bailando alegremente sobre sus
patas de atrás.
—Por favor, ayúdame —dijo la
princesa—. Estoy muerta de miedo.
—No faltaba más —dijo Elfinn,
rodeándola con sus brazos—. Aquí estará segura. ¿De qué tienes miedo?
—Del dragón —dijo ella.
—De modo que se ha salido de la
botella de plata —dijo Elfinn—. Espero que se haya comido al príncipe.
—No, no se lo ha comido —dijo
Sabrinetta—. ¿Por qué?
Elfinn le contó la jugarreta
del príncipe.
—Y me prometió la mitad de su
reino y la mano de la princesa su prima.
—¡Dios mío, qué apuro! —dijo
Sabrinetta, tratando de soltarse—. ¿Cómo se atrevió?
—¿Qué importa eso ahora? —dijo
él, sujetándola más fuerte—. Por mí puede quedarse con su reino entero, siempre
que yo me quede con lo que tengo ahora.
—¿Y qué es? —preguntó la
princesa.
—¿Qué va a ser? —dijo Elfinn—.
Tú, amada mía, hermosa mía, mi amor. Cuando él me habló de su prima la
princesa, yo no había visto nunca a la auténtica princesa, a la única, a mi
princesa…
—¿Te refieres a mí? —dijo
Sabrinetta.
—¿Y a quién si no? —dijo él.
—¡Pero si hace cinco minutos no
sabías ni que existiese!
—Hace cinco minutos yo no era
más que un porquero, pero ahora que te he tenido entre mis brazos soy un
príncipe, aunque tenga que seguir guardando cerdos hasta el fin de mis días.
—No has pedido mi opinión
—objetó la princesa.
—Tú viniste a mí en busca de
ayuda —dijo Elfinn— y yo estoy dispuesto a ayudarte hasta el final.
Una vez aclarado el asunto, se
pusieron a hablar de cosas realmente importantes, tales como el dragón y el
príncipe. Elfinn, que no sabía que en realidad estaba hablando con la auténtica
princesa, se dio cuenta enseguida de que tenía un corazón de oro, y así se lo
dijo varias veces.
—La equivocación fue meterlo en
una botella que no era a prueba de dragón —dijo Elfinn—. Ahora me doy cuenta.
—¿Y eso es todo? —dijo la
princesa—. Yo puedo conseguir una enseguida, porque todo lo que hay en la torre
es a prueba de dragón. Lo que hay que impedir es que el dragón pueda hacerles
daño a los niños.
Y se fue a buscar la botella,
pero no permitió que Elfinn la acompañara.
—Si es verdad eso que dices de
que tengo un corazón de oro y que por eso el dragón no puede hacerme nada, no
corro ningún peligro, y alguien tiene que quedarse cuidando de los cerdos.
Elfinn estaba completamente
seguro de ello, así es que la dejó ir.
Cuando la princesa llegó a la
torre, se encontró la puerta abierta. El dragón había estado esperando
pacientemente a que el príncipe saliera, y en el momento en que salió (fue a
echar una carta dirigida al Primer Ministro para que le mandara a los bomberos
a luchar contra el dragón) aprovechó para comérselo de un bocado. Y luego se
volvió al bosque, porque se acercaba la hora en que se volvía pequeño.
Sabrinetta entró y le dio un
beso a su niñera, y le hizo una taza de té, y le explicó lo que iba a pasar, y
le dijo que no se preocupase por ella, porque, como tenía un corazón de oro, el
dragón no se la comería. La niñera se dio cuenta de que la princesa no corría
peligro y la dejó ir, después de darle un beso.
Sabrinetta cogió la botella a
prueba de dragón, que era de cobre bruñido, y corrió hacia el bosque, donde la
esperaba Elfinn con sus cerdos.
—Creí que no llegabas nunca
—dijo él—. Has tardado un siglo.
Se sentaron los dos entre los
cerdos y se estuvieron allí, con las manos cogidas, hasta que oscureció.
Después de oscurecer llegó el dragón, dejando tras de sí un reguero de hierba
chamuscada, y se fue haciendo más pequeño, más pequeño, hasta que encontró su
sitio entre las raíces del árbol y se acurrucó allí a dormir.
—Ahora es el momento —dijo
Elfinn—. Sujeta la botella.
Y fue empujando al dragón con
ramitas secas, hasta que consiguió meterlo dentro. Sólo entonces se dio cuenta
de que la botella no tenía tapón.
—No importa —dijo—. La taparé
con las manos.
—No, no, deja que yo lo haga
—dijo la princesa, pero, naturalmente, Elfinn no la dejó. Metió los dedos por
la boca de la botella y la princesa dijo—: ¡Al mar, al mar! ¡Vamos a los
acantilados!
Y salieron corriendo hacia el
mar, con los setenta y cinco cerdos trotando detrás de ellos en negra
procesión.
La botella se iba calentando cada
vez más en las manos de Elfinn, porque el dragón, desde dentro, no hacía más
que echar fuego y humo con todas sus fuerzas, pero Elfinn no la soltó hasta que
llegaron al borde de los acantilados: desde allí se veía muy bien un remolino
girando en el mar azul oscuro.
Elfinn levantó la botella por
encima de su cabeza y la lanzó con fuerza al centro del remolino.
—Hemos salvado al país —dijo la
princesa—. Gracias a ti, los niños ya no tienen nada que temer cuando vayan al
bosque. Dame tus manos.
—No puedo —dijo Elfinn—. Se me
han quemado. Ya no podré volver a coger las tuyas.
Y, efectivamente, en lugar de
manos tenía dos trozos de carbón. La princesa los besó y lloró sobre ellos, y
rasgó su vestido de seda para hacerle unas vendas, y los dos se fueron a la torre
para contárselo todo a la niñera, mientras los cerdos se sentaban fuera, a
esperar.
—Es el hombre más valiente del
mundo —explicó Sabrinetta—. Ha salvado al país y a los niños, pero mira sus
manos, sus pobrecitas manos…
En aquel momento, la puerta de
la habitación se abrió y entró el más viejo de los setenta y cinco cerdos. Se
acercó a Elfinn y se restregó contra su rodilla, gruñendo amorosamente.
—Pobre animal —dijo la niñera,
enjugándose una lágrima—. Parece que lo sabe.
Sabrinetta acarició al cerdo,
porque Elfinn no podía ni siquiera hacer eso.
—La única cura para las
quemaduras de dragón —dijo la niñera— es la grasa de cerdo, y bien que lo sabe
esta fiel criatura.
—Pero yo no lo permitiré por
nada del mundo —dijo Elfinn, apañándoselas para acariciarle con el codo.
—¿No hay otra solución?
—preguntó la princesa.
Otro de los cerdos asomó su
negro hocico por la puerta, y luego otro, y otro, y otro, y pronto la
habitación se llenó de una masa negra ondulante, en la que se empujaban unos a
otros, gruñendo de cariño, para acercarse a Elfinn.
—Sí que hay otra —dijo la
niñera—. Pobres animalitos, qué cariñosos son. Todos darían su vida por ti.
—¿Cuál es la otra solución?
—preguntó, ansiosamente, Sabrinetta.
—Cuando alguien tiene una
quemadura de dragón —dijo la niñera— y hay un cierto número de personas
dispuestas a morir por él, basta con que cada una de ellas bese la quemadura y,
desde lo más profundo de su alma, desee que se cure.
—¿Qué número de personas?
—quiso saber Sabrinetta.
—Setenta y siete —dijo la niñera.
—Sólo tenemos setenta y cinco
cerdos —dijo la princesa—, que conmigo harían setenta y seis.
—Pero tiene que haber setenta y
siete —dijo la niñera—. Y yo, la verdad, no estoy dispuesta a morir por él, así
es que no puede hacerse nada.
—Yo ya sabía lo de las setenta
y siete personas —dijo Elfinn—, pero nunca pude pensar que mis cerdos me
querían hasta ese punto, ni tampoco tú, adorada mía. Y, de todas formas, yo no
lo consentiría. Sé qué hay todavía otra solución para curar las quemaduras de
dragón, pero no me quedaría no ya sin manos, sino con el cuerpo entero
carbonizado, antes que casarme con alguien que no fueras tú, amor mío.
—¿Por qué? ¿Con quién tendrías
que casarte para que se te curaran las quemaduras?
—Con una princesa. Así fue como
se las curó San Jorge.
—¡No me digas! —exclamó la
niñera—. Con lo vieja que soy, nunca había oído hablar de eso.
Sabrinetta echó los brazos al
cuello a Elfinn y le abrazó con todas sus fuerzas.
—Entonces todo tiene arreglo,
mi valiente, mi querido, mi adorado Elfinn —dijo—, porque yo soy princesa y tú
serás mi príncipe. Vamos, tata, no te entretengas en ponerte el sombrero, que
nos vamos a casar ahora mismito.
Y allá que se fueron los tres,
con los cerdos trotando mansamente detrás como un ondulante mar oscuro. Y nada
más casarse con la princesa, las manos de Elfinn se curaron, y el pueblo, que
estaba más que harto del príncipe Fastidioso y de sus hipopótamos, aclamó a
Sabrinetta y a Elfinn como soberanos del país.
A la mañana siguiente de la
boda, el príncipe y la princesa fueron a los acantilados a ver qué había pasado
con el dragón. No encontraron ni rastro de él, pero vieron que del remolino
salía una nube de vapor, y los pescadores les dijeron que el agua del mar, en
varias millas a la redonda, estaba tan caliente que podían afeitarse con ella.
Y como ha seguido estando caliente hasta hoy, podemos asegurar que el fuego del
dragón era tan fuerte que ni las aguas del mar pudieron enfriarlo.
El remolino giraba tan rápido
que el dragón no consiguió salirse de él, y allí está todavía, dando vueltas y
más vueltas, y haciendo, por fin, una cosa útil: calentar el agua para que se
afeiten los pescadores.
El
príncipe y la princesa reinaron con sabiduría y justicia. La niñera se quedó a
vivir con ellos y no hace absolutamente nada: de vez en cuando, si le apetece,
se pone a bordar. Los setenta y cinco cerdos viven en porquerizas de mármol
blanco, con llamadores de bronce y la palabra «cerdo» en la puerta. Se les baña
dos veces al día con esponjas turcas y jabón con esencia de violetas, y a nadie
le molesta que acompañen al príncipe cuando sale de paseo, porque se portan
estupendamente bien: nunca se salen de su sitio y obedecen los letreros que
prohíben pisar la hierba.
La princesa les da de comer
todos los días con sus propias manos, y su primer edicto al subir al trono fue
prohibir, bajo pena de muerte, el uso de la palabra «cerdo» con fines
insultantes, y esa acepción fue mandada borrar de todos los diccionarios.
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