Hubo una vez un sabio que leía en el piso superior de su casa.
Era un día nublado de lluvia y el tiempo era desapacible.
Él vio algo pequeño que brillaba como una luciérnaga.
Se arrastraba por la mesa y, a su paso, iba dejando un rastro negro y curvado como el de las lombrices. Poco a poco llegó al libro y también el libro se volvió negro.
Entonces pensó que podría tratarse de un dragón. Por eso lo cogió con el libro y lo sacó a la puerta.
Él se quedó un buen rato allí, pero el animal estaba muy tranquilo, sin enfadarse lo más mínimo. El sabio le habló:
«Que no se diga que he sido descortés».
Volvió a meter el libro en la habitación y lo dejó sobre la mesa.
Luego se puso el traje de fiesta, hizo una profunda reverencia y le acompañó afuera. Apenas había llegado a la puerta, vio que levantaba la cabeza y se estiró. Se echó a volar por encima de los libros con un zumbido e iba formando un rastro brillante en ellos.
Serpenteó en dirección al sabio y su cabeza ya era del tamaño de una vasija y su cuerpo tenía el perímetro de una braza.
Otro serpenteo: entonces se oyó un horrible trueno y el dragón se marchó volando por los aires.
El sabio entró y vio por dónde había venido el animalito. El rastro iba y volvía a la cesta de libros.
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